Mientras Carles Puigdemont, desde los mundos de Yupi de Waterloo, insiste en pedirle al PSOE la amnistía y un nuevo referéndum de autodeterminación (y puede que helado de postre cada día para los niños catalanes), sus secuaces en Barcelona desempolvan temas eternos, de esos que uno ya creía resueltos (es una de sus especialidades): la emprendedora Aurora Madaula, esa robusta muchacha de aspecto inequívocamente rural, fan de Cocomocho y situada al frente de una entelequia patriótica denominada Acció per la República, ha vuelto a salir con la urgente necesidad de que en el Parlamento español se permita el uso de lenguas cooficiales como el catalán, el euskera y el gallego (mientras Puchi, en Flandes, le echa en cara a Pedro Sánchez esa orden judicial que obliga a impartir el 25% de clases en castellano en un colegio de Girona, pues lo auténticamente ecuánime y democrático en una comunidad bilingüe es impartir toda la enseñanza en catalán, que es, por cierto, lo mismo que hacía el franquismo, pero con el castellano). Para acabarlo de arreglar, ha secundado la moción Yolanda Díaz, que propone cambiar el reglamento de la cámara para que los diputados que lo deseen puedan expresarse en su lengua vernácula (y así, de paso, combatimos el paro creando puestos de trabajo: los de quienes deberán traducir al castellano lo que digan sus señorías separatistas, aunque sean legión los que no recurran al pinganillo cuando hablen los de Junts o Bildu porque se la sopla lo que tengan que decir, ¡bastante harán tragándose el discurso de los gallegos, que lo entiende todo el mundo aunque no quiera!).

La eliminación de Irene Montero (y su fiel Pam) parecía un paso razonable en la (mal llamada) nueva izquierda en general y Yolanda Díaz en particular, pero esta salida de pata de banco idiomática de la líder de Sumar lleva a pensar que la Izquierda Imbécil aún no ha dicho su última palabra y que estamos lejos de volver a los benditos tiempos de Jorge Semprún o Jordi Solé-Tura. Que la señora Madaula nos salga con estas ideas de bombero viene con el territorio, como dirían los anglosajones, pero que alguien que aspira a presidir la nación (española) se sume a tan cansina matraca me parece considerablemente más grave. España tiene una lengua común, el español o castellano, cuya principal misión es que nos entendamos todos. Por regla general, se recurre a un traductor cuando alguien no habla ni entiende el idioma del país en el que vive, pero ese privilegio debería negársele a quien habla y entiende dicha lengua, pero no le da la gana hablarla y, si nos descuidamos, hace como que no la entiende. Eso es, simplemente, mala fe, ganas de incordiar, deseos de hacerse el diferente y, en definitiva, dar muestras de que él no se considera un ciudadano español, sino un pobre sujeto oprimido que, a falta de parlamento propio (todos sabemos que los parlamentillos autónomos son un paripé que no funciona ni como gestoría), se ve obligado a dar la turra en un parlamento extranjero. El mensaje de dicho sujeto es: “Os creéis que soy como vosotros, pero no lo soy, pues pertenezco a una raza superior, solo me siento cómodo hablando en mi propio idioma y el vuestro me da asco, pues es fruto de una violenta imposición. El hecho de que sea uno de los idiomas más hablados del mundo, me la pela. Podría hablarlo, pero no me sale de los cataplines. Y la teoría de que las lenguas están para entenderse, no para crear problemas, es un invento del imperialismo español. ¡Exijo, pues, que se traduzcan mis sandeces!”.

Esta tabarra se completa con la manía de que se incluya el catalán en la Unión Europea, un club de estados en el que se considera, con muy buen criterio, que con un idioma por estado vamos todos que chutamos. En España se repite cíclicamente, sobre todo cuando los separatistas se ven con ánimos de chantajear al gobierno de turno (como es el caso ahora, con los desesperados intentos de Pedro Sánchez por conservar el sillón). Lo normal sería no hacer ni caso a la propuesta, que a nuestros políticos les entrara por una oreja y les saliera por la otra, como si oyeran llover. Lamentablemente, la Izquierda Imbécil (que, como la energía, ni se crea ni se destruye, solo se transforma, y le da igual el daño que pueda hacer a la izquierda de verdad) gusta de apuntarse a estas iniciativas absurdas y, sobre todo, malintencionadas.

Durante la jornada de reflexión, Yolanda Díaz se fue a ver Barbie (esa cima del feminismo y el empoderamiento de la mujer) con sus amigos trannies Carla Antonelli y Elizabeth Duval: peculiar homenaje a la larga lucha de la mujer por sus derechos. Ahora se suma a Aurora Madaula en la murga multiculti del uso de lenguas cooficiales en el Congreso de los Diputados. Me pregunto qué será lo próximo a la hora de reírse de los valores morales de la izquierda, pero estoy seguro de que algo se le ocurrirá a Yoli en esa línea de la que creíamos, ¡ilusos de nosotros!, que había concluido con la ejecución de Irene Montero: armémonos de paciencia porque todo parece indicar que la Izquierda Imbécil sigue en plena forma.