Qué personaje tan curioso es este Josep Lluís Trapero que acaba de ser cesado como mandamás de los Mossos d'Esquadra. Aseguran quienes lo conocen que es un buen policía, pero es evidente que la política (o su relación con ella) no es su fuerte, pues en ese sentido, su carrera profesional no ha podido ser más errática y confusa. ¿Por qué se presentó en la célebre paella de Pilar Rahola ataviado con una camisa hawaiana de mercadillo, se puso a tocar la guitarra y, ya que estaba allí, se encargó personalmente de controlar el arroz? ¿Ganas de medrar sobreactuando un poco? Esa impresión tuvimos muchos. A raíz de los zarpazos del terrorismo islámico en Barcelona y Cambrils, el hombre montó un operativo eficaz, se vino arriba y se dejó querer por los lazis, que lo convirtieron en un héroe para idealizarlo, primero, y denigrarlo, después, cuando se percataron de que el hombre no acababa de ser exactamente uno de los suyos.

Cuando la charlotada independentista de octubre de 2017, Trapero se puso de perfil y dejó que sus sádicos colegas españoles se encargaran de la molesta tarea de aporrear a unas ancianitas a las que más les valdría haberse quedado en casa viendo TV3 en vez de participar en un referéndum ilegal. Esa fue, de hecho, su gran metedura de pata, de la que tardó un tiempo en darse cuenta, cuando descubrió, con cierto retraso, que un funcionario está obligado a tener en cuenta la jerarquía y percatarse desde un buen principio de que la autoridad nacional está por encima de la regional.

En cuanto fue consciente de ello, yo diría que les cogió una manía tremenda a los que le habían metido en ese berenjenal (en el que él mismo se había dejado meter, por otra parte) y adoptó un perfil bajo ante la justicia española y ante sus hooligans del lazismo, que pronto se convertirían en sus principales detractores y pasarían de considerarlo un héroe a tildarlo de traidor. ¡Hasta se sacó de la manga un supuesto plan para detener a Puigdemont!

La jugada le salió bien, sobrevivió a sus veleidades procesistas y hasta recuperó el cargo de jefazo de los Mossos, aunque dio la impresión de que se reincorporaba al trabajo arrastrando un poco los pies. Durante los diez meses que ha ocupado la posición de major, no ha perdido ninguna oportunidad de caer en desgracia, ya fuera cuadrándose ante el Rey como haciéndose el simpático con los cuerpos policiales españoles o yendo a Madrid a reuniones de seguridad en las que sus jefes políticos habrían preferido no verlo. Ahora, los mismos que lo convirtieron en un héroe nacional se deshacen de él con excusas que no se cree nadie –que si evitar personalismos, que si feminizar el cuerpo policial--, pues somos muchos los que tenemos la impresión de que lo echan por no empatizar lo suficiente con el régimen.

En cualquier caso, yo diría que lo de medrar no se le da muy bien. Primero, se apunta a la paella y adopta una actitud ambigua ante el delirio procesista, consiguiendo dar mala espina en España. Luego se desdice de esos asuntos, sobreactúa de poli constitucional y se gana la desconfianza de unos políticos locales que poco más que gestos pueden hacer tras la contundente reacción española a sus chaladuras separatistas (y los gestos del major Trapero no van en la dirección adecuada, por no hablar de que aún no le han perdonado lo de arrestar a Puchi, fuera cierto o no). Conclusión: basta de personalismos, vamos a feminizar el cuerpo (signifique eso lo que signifique) y aprovechemos para deshacernos de ese sujeto del que no acabamos de fiarnos, aunque sea un buen poli, lo cual nos da igual, pues todo el mundo sabe que aquí los cargos no los repartimos obedeciendo a la meritocracia, sino al tamaño del lazo amarillo que lucen los aspirantes a la sopa boba institucional).

Pese a ser la versión policial de Gastón el Gafe, hay que reconocer que a Trapero no le han salido las cosas tan mal como habrían podido salirle. Cuando parecía que su futuro profesional se iba a reducir a una plaza de segurata en el Bonpreu, se apiadaron de él la justicia española, que le permitió salirse de rositas, y el gobiernillo catalán, que le devolvió un puesto de trabajo que no ha hecho nada por conservar, como si en el fondo deseara que lo echasen porque la grima que le daban los liantes de sus mandos políticos fuese más fuerte que las ganas de seguir al frente de la policía catalana. No sé qué hará a partir de ahora, pero le auguro un futuro más que razonable en el mundo de la seguridad privada, un mundo en el que no hay políticos que te líen ni gente que un día te admira y al siguiente te desprecia. All I want is a quiet life, cantaba Ray Davies en la banda sonora de la película Absolute beginners, y yo diría que una vida tranquila es ya lo único a lo que aspira nuestro hombre.