Creerse Napoleón es bastante común entre los perturbados mentales, si hemos de hacer caso a la cantidad de chistes que se han publicado al respecto. Cuando esa creencia se reduce a quién la experimenta, la cosa no reviste especial gravedad. Los problemas aparecen cuando alguien se cree Napoleón y empieza a salir gente que está de acuerdo con él, cree a pies juntillas en todo lo que dice, le da la razón en todo y lo convierte en una especie de caudillo providencial, aunque el personaje enloquecido no sea nada del otro jueves. Es lo que ha ocurrido con Carles Puigdemont, triste funcionario del régimen, siempre a sueldo del erario público, primero como periodista y después como alcalde de Gerona y (brevísimo) presidente de la Generalitat. No ha dicho en voz alta “la independencia soy yo”, pero es como si lo hubiera hecho, y sus íntimos lo consideran el hombre llamado a conseguir la libertad del terruño, alguien al que todo el mundo debe obedecer y respetar, ya que la patria puede vivir sin partidos políticos, pero no sin el padre de la república, pues Puchi tiene toda la república catalana en el magín y basta con hacer todo lo que él diga para alcanzar el objetivo deseado por los buenos catalanes (a los demás, que nos zurzan, claro).

El único problema de este planteamiento salvífico consiste en que, además de zurcirnos a los constitucionalistas, también hay estopa para los tibios y todos aquellos que propongan ideas alternativas a las del gurú de Amer: de ahí la brillante idea de que el PDeCAT se disuelva, se subsuma en esa Crida que le fabricó el presidiario Sánchez al ilustre fugitivo y reconozca que donde hay patrón no manda marinero, ¿nos estás oyendo, Bonvehí?

Me temo que no. Y me temo también que David Bonvehí no se ha creído lo de que Puchi es Napoleón, sino que más bien lo considera un liante que se ha acostumbrado a vivir sin trabajar y alguien que se ha venido arriba incomprensiblemente tras su vergonzosa fuga de España y posterior refugio en Bélgica. En resumen: alguien que debería apartarse de la política porque no distingue la realidad de sus quimeras, alimentadas por los artículos delirantes de todos los Colomines y Cotarelos que andan sueltos por Cataluña y que son unos cuantos. El pobre Bonvehí carece del menor espíritu épico; el hombre solo aspira a salvar las muebles de Convergència, no aflojar los seis millones de euros trincados vía Palau de la Música y pintar algo en la Cataluña del post prusés. Igual que los del PNC, con Marta Pascal al frente, que aspiran a medrar con una nueva versión de la Convergència de antes (sin aflojar tampoco los seis kilos, claro). Pascal tampoco cree que Puigdemont sea Napoleón, sino alguien al que se le ha ido la flapa a lo grande con la ayuda de sus secuaces (por la cuenta que les trae a los Comines y las Ponsatis) y cuya obsesión, secundada por el fiel Torra, es montar otro referéndum que acabe exactamente igual que el primero: a porrazos y con más gente en el trullo.

Bonvehí y Pascal aprendieron a la primera. Puchi y Torra no aprenderán nunca. Y además tienen que pechar con la actitud de ERC, que no es precisamente de su agrado, y la de la CUP, que no la entienden (ni ellos ni nadie). Por no hablar de las interferencias de la ANC (los de Òmnium están muy calladitos últimamente, y del Tsunami nunca más se supo). Todo esto debe haber llevado al caudillo de Waterloo a la conclusión de que está rodeado de traidores, de paganos de la patria que lo consideran un estorbo y, prácticamente, un chiflado que vive en una mansión carísima por la que no pasa ni un mandatario internacional (con suerte, aparece un autocar de Manlleu lleno de jubilados que quieren hacerse un selfie con él). Puigdemont como artefacto descompuesto, caro e inútil: así es como lo ven los “traidores” de ERC, del PDeCAT y del PNC. Yo creo que, para animarse, ya le va tocando otro baño de masas como el de Perpiñan, cuando catalanes del sur y del norte compartieron sus miasmas del coronavirus. Lástima que su amigo Pujol ya no sea alcalde de esa ciudad y que haya ganado las elecciones un señor del partido de Marine Le Pen y exnovio de la susodicha: ése es capaz de detenerlo como intente montarle otro show de los suyos, aunque haya más cosas que les unen de las que les separan, pues ambos son supremacistas, pero cada uno a su manera. Parafraseando a Jordi Pujol, ni mejores ni peores, diferentes.