La visita a Barcelona de un grupo de parlamentarios europeos (de derecha y extrema derecha, como recalca machaconamente TV3) para comprobar los efectos de la inmersión lingüística y sus posibles consecuencias funestas para el bilingüismo no ha sentado nada bien en las altas instancias del lazismo.

Anna Simó, esa consejera de Educación a la que los informes PISA le entran por una oreja y le salen por la otra, la ha tildado de demencial, pues todo el mundo sabe que la célebre inmersión es gloria bendita, un triunfo de la lógica didáctica y una muestra de tronío y de saber hacer en el ámbito de la enseñanza: los que insistimos en que, en una comunidad bilingüe como Cataluña, las clases deberían impartirse equitativamente en los dos idiomas oficiales en vez de intentar imponer uno de ellos en detrimento del otro somos, ya se sabe, una pandilla de botiflers regidos por el autoodio cuya gran ilusión es acabar con el catalán.

Afortunadamente para la señora Simó (y los catalanes de bien en general), la expedición cuenta con la presencia de Diana Riba, procesista de pro que nuestra televisión presuntamente pública presenta como una especie de heroína que, rodeada de fascistas, intenta meter en sus obtusas molleras un poco de cordura.

Ciertamente, la derechona gana por goleada en esta visita: su principal impulsora es la eurodiputada del PP Dolors Montserrat. Pero no es menos cierto que la izquierda podría haberse sumado a la iniciativa en vez de hacerse el sueco con la excusa, esgrimida por Salvador Illa, de que no se aprecia en ella el menor ánimo constructivo (el PSC no deja pasar ni una oportunidad de congraciarse con el lazismo, y a ello hay que unirle la evidencia de que, en estos momentos, el Líder Máximo del PSOE necesita estar a buenas con ERC y Junts).

Como puede comprobar cualquiera que vea los Tele Notícies y el programa de Xavier Graset Més 3/24 (es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo), la visita de marras ha sido acogida como un genuino casus belli que solo merece hostilidad y desprecio. Como el Aznar que sostenía que a él nadie tenía que decirle cuántas copas de morapio podía apretarse antes de ponerse al volante, nuestro gobiernillo considera que no tiene por qué venir nadie de la Unión Europea a meter las narices en nuestros asuntos (que son, en realidad, los suyos). De ahí el tono, entre indignado y ofendido, que adopta el aparato de agit prop del régimen (por cierto, que se vayan preparando para la visita de enero, sobre la amnistía a Cocomocho y sus palmeros).

Quien ha hecho de la lengua un casus belli no ha sido precisamente la expedición europea, sino unos Gobiernos locales empeñados en que la realidad se adecúe a sus deseos en vez de optar por lo que hacemos los demás, que es justo lo contrario. Con la excusa (falsa) de que el catalán es un idioma en extinción por culpa del perverso Estado español, lo que se ha hecho durante los últimos y largos años, bajo el eufemismo de inmersión lingüística, es, simple y llanamente, tratar de eliminar la lengua castellana de la educación en Cataluña. Que el español sea la lengua más hablada en nuestra querida comunidad autónoma es algo que se la trae al pairo a nuestros, digamos, gobernantes: no dejes que la realidad arruine tus sueños.

Lo que se ha intentado es lo mismo que ya intentó, sin éxito, el franquismo, pero ni este consiguió acabar con el catalán ni la inmersión logrará desterrar el castellano de Cataluña. En ambos casos, bastaba con echar un vistazo a una situación perenne para darse cuenta de que era imposible derivarla hacia las propias obsesiones. Una Administración sensata y responsable (virtudes de las que no anda sobrado el lazismo) habría obviado el sectarismo, nos habría dado la razón a los botiflers resentidos y habría organizado la educación de manera que los dos idiomas de Cataluña (y no me vengan con lo de que hay muchísimos más, ya que el peso del urdú, idioma sin duda respetable, no es comparable al del español) se utilizaran de manera equitativa por parte del profesorado (puede que priorizando uno u otro en las zonas del paisito que más lo necesitan, no diré que no).

En vez de eso, se ha optado por un intento (no del todo logrado, afortunadamente, cuando no directamente fracasado por aquello de que no se pueden poner puertas al campo y lo de que con las lenguas fuertes más vale llevarse bien y colaborar en vez de optar por el enfrentamiento y la hostilidad), nunca reconocido, de eliminar de la Cataluña soñada el idioma que se considera una imposición y una clara muestra de intrusismo (Ens volen anorrear!).

De esos polvos, estos lodos. Y esta impresión lazi de que una pandilla de fachas europeos ha venido a picarles la cresta y a meterse donde no les llaman (aunque sus conclusiones no sean vinculantes, como también repite TV3 hasta la náusea: La manga riega y aquí no llega). Lo más triste del asunto, por lo menos para mí, es la negativa de la izquierda a involucrarse en un tema que afecta a la educación de los menores catalanes por una mezcla de conveniencia coyuntural (el Líder Máximo necesita el apoyo lazi para conservar su querido sillón) y del síndrome de Estocolmo tradicional que les generó Jordi Pujol hace más de 40 años. No creo que dejar una misión de este tipo en manos de la derecha europea sea lo más inteligente que se deba hacer, aunque sí pueda ser lo más conveniente en estos momentos para seguir aparentando que todo lo que hace Sánchez es para pararle los pies al fascismo.

Mientras escribo estas líneas, desconozco las conclusiones a las que ha llegado la visita que no llamó al timbre, pero, sean las que sean (careciendo, según Illa, de espíritu constructivo), algo me dice que no van a ser del agrado de nuestros gobernantes locales, humillados y ofendidos cual personajes de Dostoievski porque hay quien se atreve a poner en duda la pertinencia práctica y moral de unas medidas lingüísticas que, por mucho que utilicen en su defensa argumentos supuestamente inclusivos y progresistas, son exactamente iguales que las del primer franquismo, cuando se veían en las calles de Barcelona aquellos estúpidos carteles que rezaban: Catalán, sé español, habla el idioma del imperio.