“Agrupémonos todos en la lucha final” es el estribillo que se repite hasta cuatro veces en el himno de La Internacional. Seguro que a Carles Puigdemont le sonaba el himno, sin compartirlo, por supuesto,  --si es algo, es carlista viejo-- y, probablemente, tomó la épica de la “lucha final” como modelo para la invitación a agruparse en la “lucha definitiva”, que lanzó a los miles de seguidores que le escuchaban embelesados en Perpiñán el 29 de febrero, ya en tiempos del coronavirus.

¡Qué delirio de grandeza invitar a los catalanes a la lucha definitiva! Pero no es de extrañar que caiga en semejante delirio quien es objeto de un culto a la personalidad más que aberrante. Ramón Tremosa, ex eurodiputado del PDeCAT, ha calificado a Puigdemont de “líder mundial” (sin que éste le haya desmentido), cuya influencia sólo la superan el presidente de EEUU Donald Trump, el Dalai Lama, el presidente chino Xi Jingping y el Papa de Roma. No es un invento mío, lo encontrarán en la prensa de mediados del pasado enero. Por debajo de Puigdemont quedarían, por ejemplo, Ángela Merkel y Emmanuel Macron.

¿A qué lucha definitiva puede haberse referido Puigdemont? Desde que huyó a Bélgica, pasando la frontera con  Francia escondido en el maletero de un coche, la independencia de Cataluña no se ha acercado ni un milímetro, si acaso se habría alejado sideralmente. Incluso Toni Soler, el cómico de cabecera del independentismo y estrella de TV3 con un caché millonario, acaba de reconocer que “no hay nada que lleve a la independencia, ahora mismo”. A la única lucha real a la que puede referirse es, pues, a la de su salvación personal.

En la orden europea e internacional de detención de Puigdemont, reactivada en octubre de 2019, se pide la entrega del prófugo por sedición y malversación. El delito de sedición prescribe a los quince años. Le quedan doce largos años de vagabundeo por el mundo, si antes un Estado no concede su extradición a España. Y a la vista otra complicación más, la posible retirada de su inmunidad como eurodiputado. La intensidad de su desvarío es un reflejo de la (humana) desesperación que debe producirle su negro porvenir. Aliviarlo por cualquier medio es su lucha, que enmascara como la lucha definitiva de “todo un pueblo” por la independencia de Cataluña.

Igual ocurre con los dirigentes secesionistas condenados por sentencia firme en un juicio con plenas garantías, pero su porvenir está más despejado porque ya pisan la calle por haber cumplido parte de la pena. Al mismo tiempo, la exigencia de  su excarcelación “extra legem” se utiliza como un vector de agitación y de movilización con el apoyo gratuito de los Comuns, una izquierda que pretende ser de gobierno.

Si examinamos con detenimiento lo que dicen Puigdemont, su vicario en la tierra y los otros, incluidos los supuestos moderados de ERC, se aprecia que su palabrería es una repetición de vaciedades, despropósitos y descalificaciones de los poderes e  instituciones del Estado, sin  proyecto desde octubre de 2017. Si creyeran aún en la secesión, estarían hablando constantemente de las excelencias de su república y de las razones que justificarían su advenimiento, y no lo hacen. Ese silencio les delata. La inexistencia de proyecto deja al descubierto que su tinglado es un montaje para vivir de la ficción; dicho de otra manera, viven política y económicamente del conflicto que han creado. Y ese es su “proyecto”.

Se lo pueden permitir porque disponen de mucho “poder democrático” (y lucrativo): ocupan los cargos de la Presidencia y del Gobierno de la Generalitat y de numerosas alcaldías e instituciones y organismos, poseen la mayoría de escaños en el Parlamento de Cataluña y constituyen una minoría de bloqueo o desbloqueo en el Congreso de los Diputados. Todo eso se consigue o se pierde en las urnas.

Mantienen su poder democrático y aspiran a incrementarlo por el fracaso de la oposición política, unos porque también viven políticamente del conflicto y todos por no haber sabido desmontar el relato-ficción de los independentistas y penetrar en sus feudos electorales, algo posible, a pesar de la ley electoral que les favorece, dada la endeblez de sus argumentos. En política se fracasa cuando ante un adversario sin escrúpulos se abandona la lucha ideológica.

En cambio, ha cumplido la oposición social, que ha evitado que el independentismo sea mayoritario en Cataluña, y la oposición intelectual, que con su reacción ha puesto en evidencia la aridez en ideas del campo independentista y la espantosa mediocridad de sus dirigentes.

Las multitudes que les otorgan el poder en las urnas son los verdaderos damnificados de la situación; doblemente, por las oportunidades que Cataluña está perdiendo por el conflicto --en este punto, el mayoritario resto de los catalanes compartimos el daño-- y por la frustración de octubre de 2017. Muchas de las lágrimas que entonces se vertieron eran sinceras, los frustrados se habían creído las falacias de Puigdemont y los otros: el 'referéndum' de autodeterminación del 1-O, la pasividad del Estado, la existencia de estructuras de Estado propias, la aceptación internacional de la independencia, el prometedor lema “Cataluña, nuevo Estado de Europa”, la dulce secesión, en definitiva. Abusaron vergonzosamente de ellos.

Y, además, va ahora Puigdemont y les invita a participar en su lucha definitiva.