Reinaldo Arenas, que fue un escritor homosexual, cubano y exiliado del castrismo, dejó escrito antes de suicidarse en Nueva York que dos de los rasgos que caracterizan a las dictaduras son su defensa marcial de la castidad (ideológica) y su repulsión ante cualquier manifestación vital, generalmente vinculada a la libertad de criterio. El dogmatismo es el ingrediente esencial de la idiotez. Y en casi todas las ocasiones conduce directamente a la indignidad. Tenemos un ejemplo en el episodio que la pasada semana sucedió en el colegio Font de l'Alba de Terrasa, donde una profesora, según denunciaron los padres, agredió a una niña que en un ejercicio escolar se atrevió a pintar la bandera de España. Algo, obviamente, imperdonable.

La profesora, al parecer, actuó como independentista antes que como docente. Las autoridades educativas, sin embargo, han decidido hacerse los ciegos y los sordos. Todo un logro. Los servicios de inspección han calificado el suceso como una mera “falta leve”, desvinculándola de cualquier lectura “ideológica”. En esto último tienen razón: el hecho no tiene que ver con las ideas, sino con los dogmas, que son justamente su contrario. Y es que, como ha contado en Crónica Global el compañero Ignasi Jorro, el inspector de Educación que ha dado carpetazo al expediente informativo –con una celeridad más que envidiable–, Jesús Viñas, es un cargo de ERC cuya primera decisión tras llegar al despacho oficial consistió en colocar seis lazos amarillos en una oficina que debería estar libre de simbología política, pues se financia (y debe servir) a todos los ciudadanos, con independencia de sus posiciones partidarias.

Viñas participó –esperamos que a título personal– en la organización del primer referéndum-pantomina del 9 de noviembre de 2014 –confiamos además que lo hiciera en su tiempo libre– y destaca por su activismo en favor de la causa amarilla, incluyendo, por supuesto, la correspondiente cantata nocturna –¡Händel, cuántos pecados se cometen en tu nombre!– ante la cárcel de Lledoners en honor de los mártires de la patria. Salta a la vista que, a tenor de estos antecedentes, su objetividad para juzgar este caso es bastante discutible, cuando no directamente imposible. El zorro no sabe –ni por supuesto quiere– cuidar a las gallinas.

La denuncia de los padres de la niña ha entrado así en el habitual bucle administrativo del independentismo, que es capaz de considerar violencia agresiones que sólo están en su cabeza y, sin embargo, no da la más mínima trascendencia a que una docente introduzca en sus clases el dogmatismo o censure un símbolo constitucional por su cuenta y riesgo, confiada en que la tribu a la que pertenece se fingirá insensible ante la razón antes de traicionar el catecismo de la horda.

No es el único ejemplo: en sólo unas semanas hemos visto a la portavoz del Govern negándose a contestar preguntas en español (haciendo de paso un ridículo sideral) y a la presidenta de la Asamblea Nacional Catalana (ANC), Elisenda Paluzie insultar a una periodista llamándola “española”. Tolerantes, los independentistas, ya sabemos que no son. También conocemos, desde hace al menos cuarenta años, su agresividad cuando alguien certifica la nacionalidad que aparece en sus documentos de identidad.

Podemos entender que rechacen su patria igual que se rechaza a los padres. Ninguna de ambas cosas se eligen. Pero ésta es una decisión individual. Lo alarmante es que en los colegios de Cataluña se esté adoctrinando a los niños o, como en este caso, castigándoles para que participen en el odio contra España en favor de una república que, como dijo aquel mosso mítico, “no existe” y –añadimos nosotros– está llena de idiotas, entre ellos aquellos que defienden la ingeniería social en las escuelas, universidades y academias. Sólo queda un consuelo: la niña de Terrasa crecerá y será ella, libremente, la que defina su identidad. Sin duda, elegirá la razón antes que la estúpida ley de la tribu.