No hay nada que provoque más conflictos que lo evidente. La realidad suele ser unívoca, pero la subjetividad (interesada) permite a algunos fingir no verla, facilita a otros la posibilidad de negarla y, en un ejercicio de filibusterismo social, tolera que muchos más la discutan. El 21D, planteado por las guerrillas independentistas como el inicio de la vía eslovena hacia lo que ellos llaman la liberación nacional, pero que tiene todos las trazas del fascismo posmoderno, ha terminado con la sensación de que el movimiento soberanista ha fracasado en su pretensión de incendiar Barcelona y convertir la república amarilla en materia cierta. 

No ha sido el caso, como demuestra el célebre episodio del mosso que explica a gritos a un pobre ingenuo que su soñada república, en efecto, no existe ni existirá. Cataluña, por fortuna para buena parte de catalanes, sigue siendo España. ¿Acaso hay algo más español que los collons que el policía autonómico mentaba enfáticamente para sacar de su delirio al gudari forestal?

La escena tiene un indudable punto cómico, pero expone el problema de fondo de toda esta vaina: en Cataluña dos millones de personas, según los datos del referéndum-pantomima, viven en un universo imaginario. Habitan en un mundo virtual alimentado por ellos mismos. La pregunta cae entonces por su propio peso: ¿Qué diablos piensa negociar el Gobierno de Sánchez I con esta tropa? ¿No sería más piadoso recomendarles un psiquiatra?

Los indepes irredentos, aquellos que no atienden a razones lógicas, sino que se mueven sólo por caprichos sentimentales y traumas de la infancia, son iguales que el tío del chiste del martillo. El cuento, según la versión recogida por Paul Watzlawick en El arte de amargarse la vida, al que hemos añadido algunas variantes catalanufas de nuestra propia cosecha, dice así:

Un catalán quiere colgar un cuadro. El clavo lo tiene, pero le hace falta un martillo. Su vecino español tiene uno. Decide pedirle que se lo preste, pero de pronto le asalta una duda: 

--¿Y si no quiere prestármelo? Ayer me saludó sin ganas. Tendría prisa. O quizás no: seguro que no le caigo bien (por ser catalán). Si me pidiese a mí el martillo yo se lo dejaría sin problemas, aunque sea un españolazo. ¿Por qué no va a hacerlo él? ¿Cómo podría decirme que no? Gente así te jode la vida, Piensan que le debes algo por hacerte un favor. La culpa, por supuesto, la tienen las élites del centralismo de Madrid. ¡El maldito Estado español!

Mientras va encendiéndose solo, llega a la casa del vecino. Toca el timbre. Se abre la puerta:

--“Buenos días,¿qué se te ofrece, vecino?” 

--“¿Sabes una cosa? Puedes meterte el martillo de los collons donde te quepa”. 

El cuento resume una verdad: lo que algunos denominan “conflicto político”, la causa por la que gritan, destrozan los contenedores de la calle, lanzan piedras, hacen barricadas y se ponen capuchas --como hace toda la gente valiente, por supuesto-- no es más que una obsesión personal. Un absoluto desajuste. Lo decía La Polla Records, un grupo de rock radical vasco, tan querido por los CDR, en una famosa canción: "Un patriota, un idiota". El maestro Josep Pla lo expresó años antes con mayor finezza: “El catalán es un español cien por cien al que le han dicho que tiene que ser otra cosa”. Es natural que muchos nacionalistas no se encuentren a sí mismos. 

El diálogo, que reivindican como solución los que parecen haber aprendido que la independencia no puede conseguirse saltándose la ley (de todos) y con el apoyo de las barras bravas, tiene muy buena prensa en Barcelona y una nefasta opinión publicada en Madrid, los dos grandes polos de este conflicto.

Para el resto de los españoles la perspectiva del asunto es bastante más simple: hasta que los independentistas no salgan de su bucle mental dialogar con ellos de otra cosa que no sea la necesidad de prevenir su propia tensión arterial es como hablar con una pared sin cuadro. Cualquier persona civilizada está encantada de prestarle el martillo al vecino. Lo que no tiene sentido es dejárselo para que te pegue un golpe en la cabeza con él y, además, te diga que tienes la culpa de todos sus traumas personales. Eso no es ser civilizado. Ni dialogante. Ni federalista. Ni tolerante ni comprensivo. Sencillamente es ser ciego.