Una de las mayores incógnitas de la política española reciente, que hace mucho tiempo que se ha instalado en las agrias trincheras (sectarias) de la polarización, es cómo debemos datar el momento exacto en el que Pedro Sánchez, El Insomne, perdió el sentido de la realidad y devolvió a este país al sendero que conduce a un precipicio (histórico) que parecía haber dejado atrás para siempre. Uno de los rasgos que caracterizan a los países civilizados –en especial dentro del contexto europeo– es que, por bronca y dura que sea la discusión política, nadie le niega al adversario, y menos desde el ejercicio del poder, su legitimidad dentro del sistema democrático, del mismo modo que todos los partidos aspiran a reformar su sistema político de acuerdo con su ideología, en lugar de dinamitarlo desde dentro.
Ambas cuestiones, para asombro de todos, han dejado de tener importancia en la España oficial, donde muchos celebran la imposición de sambenitos y resucitan el espíritu (puritano) de la vieja inquisición ideológica. Todas nuestras catástrofes han sido normalizadas. Ningún presidente democrático proclamó nunca en el Congreso que su objetivo político iba a consistir en levantar un muro contra la España que no le apoya. Por esto, más que por el traslado del cadáver de Franco del Valle de los Caídos, es por lo que El Insomne pasará a la historia.
El PSOE ha mutado en el último lustro hasta convertirse en una organización mesiánica, intolerante con la disidencia –propia y ajena– y donde es obligado practicar la sumisión en un grado tal –véase el caso de la vicepresidenta Montero– que nada tiene que envidiar a la China de Mao. ¿Exageramos? ¡Qué más quisiéramos! La autocracia no consiste en una cuestión de grado. Basta y sobra con comulgar con entusiasmo con el principio de la sumisión. El resto llega solo.
Los socialistas, tan pacatos con los independentistas y tan agresivos contra la derecha, caminan decididos hacia un régimen de veneración (piramidal) donde los jueces podrán ser juzgados arbitrariamente por los políticos –en lugar de por otros jueces–, con un presidente al que sólo le importa su estatus y su supervivencia y que, mediante la recurrente promulgación de fatwas, alimenta las frustraciones íntimas de sus devotos.
La obra no tiene más guión que agarrarse al banco azul a costa de lo que sea necesario. Si hay que sacrificar la historia del PSOE, se hace. Si es necesario impugnar y torcer la Constitución, se manipula. Si tiene que gobernarse por decreto –sin ganar las elecciones o sin mayoría parlamentaria para aprobar los presupuestos– se asume como práctica ejemplar un hábito que –en términos democráticos– debiera ser una excepción. El PSOE se han situado al margen de todos los consensos que se construyeron durante la Santa Transición. Predican la concordia (en una Cataluña a las puertas de un hipotético segundo procés) mientras ceban sin cesar el odio (atávico) de una España que dejó de existir hace casi noventa años.
Cuando en la Moncloa se sienten inseguros, y desde el tormentoso comienzo de esta legislatura la sensación de interinidad es la única atmósfera dominante, se recurre mecánicamente al obsceno espectáculo de manosear a los difuntos de la Guerra Civil –los muertos de todos– o se asume, emulando el discurso de los nacionalismos, la tesis de que España sigue estando en manos de “una conspiración de fuerzas reaccionarias”. Esta parte del argumentario del sanchismo es colosal: no existe otra organización política que haya gobernado la España contemporánea más tiempo que el PSOE. Catorce años de felipismo, añadidas las dos legislaturas de zapaterismo, más el lustro de sanchismo, suman 28 años de poder político frente a los 15 de los dos presidentes conservadores: Aznar y Rajoy.
Que la única obsesión del Gobierno del PSOE-Sumar sea estar, en lugar de hacer, siempre y cuando los independentistas (vascos y catalanes) lo toleren, ha emponzoñado la vida pública oficial hasta límites inauditos. El sectarismo fabricado en los despachos no se ha contagiado todavía a la calle, pero la invariable catalana, que contamina la política española desde hace más de un siglo, previene sobre lo fácil que es para un político populista –y Sánchez aspira a ser fundamentalmente eso– trasladar el enfrentamiento político al ámbito civil. Mientras tanto, la España real sigue atrapada en un bucle creciente de precariedad.
La prórroga presupuestaria va a recortar dos décimas un crecimiento económico que, a pesar del triunfalismo gubernamental, cada vez es más desigual. En el horizonte se avecinan recortes –por ejemplo, en las pensiones de viudedad– y mucha más presión fiscal. El fin de las medidas contra la inflación –pasajeras, aunque el coste de la vida siga escalando– restará de la renta de las clases medias hasta 8.000 millones de euros, elevando los precios. El impacto de los fondos europeos en la economía real es un arcano que nadie acierta a descifrar.
El endeudamiento público, en nuestro caso del orden del 90%, se combate desde la Moncloa con más impuestos. Solidarios, por supuesto. Según Funcas, es improbable que podamos cumplir a tiempo con las reglas europeas de equilibrio fiscal. Por mucho que se dilaten los plazos, todo aboca a un inevitable ajuste cruento dentro de un máximo de dos años. En 2026. La brecha social, que es lo que subyace bajo la indisimulada asimetría territorial, se extiende al ámbito generacional. Los jóvenes están condenados a una precariedad crónica. Aquellos que trabajan cobran un 35% menos de sueldo. Una cuarta parte de ellos tienen empleos basura, inestables y a tiempo parcial. Doce puntos por encima de la media.
La mitad de los españoles menores de 30 años no puede llegar a fin de mes. Un joven de la generación anterior tardaba hasta 27 años en alcanzar el índice de cotización media. Ahora no llegan ni a los 34 años. El 25% de este sector de la población carece de estudios superiores, lo que reduce sus opciones laborales y vitales. Un 14% de ellos ni estudia ni trabaja. El ascensor social está varado. La frustración alimenta el victimismo, en lugar de la responsabilidad, y suele degenerar en malestar o en ira social. Las fatwas ideológicas de los políticos no son mera retórica de salón. Están incubando una España peor. Sobre todo para los más jóvenes, que dejarán de serlo –eso es inevitable– sin dejar a su vez de ser pobres.