La decisión de la Fiscalía suiza de cerrar la investigación por presunta corrupción sobre los 100 millones de dólares que el emérito recibió en 2008 del Ministerio de Finanzas de Arabia Saudí, supuestamente como pago de una comisión por la construcción del Ave del Desierto, abre un nuevo capítulo sobre la situación del exmonarca que, en agosto de 2020, abandonó España para salvaguardar a la Corona ante la cascada de informaciones y posibles acciones judiciales sobre sus manejos financieros en el extranjero.

Si a ello añadimos que la Fiscalía española se dispone a archivar finalmente unas pesquisas que ha ido dilatando, pese a que desde hace tiempo sabe que esas actividades no son perseguibles (por inviolabilidad y prescripción de los posibles delitos), el debate sobre su regreso a España está de nuevo encima de la mesa, pues ese es el auténtico deseo del emérito. Mientras algunas fuerzas políticas, principalmente Vox y el PP, son partidarias de facilitar su retorno, en el Gobierno de Pedro Sánchez esta posibilidad incomoda muchísimo por razones de peso.

Que el anterior jefe del Estado no vaya a ser imputado en Suiza ni en España, y muy probablemente tampoco en el Reino Unido (aquí por una denuncia de su examante, Corinna Larsen, de acoso y amenazas para acallarla), no significa que su figura pública pueda ser rehabilitada, sea recuperable, mientras viva. Es evidente que de una forma u otra ha cobrado comisiones, ha utilizado recursos del Estado para fines y lucro personal, ha manejado mucho dinero en paraísos fiscales, y hasta él mismo ha reconocido que era un evasor cuando regularizó sus deudas con la Agencia Tributaria.

Por tanto, la honorabilidad de Juan Carlos está absolutamente destruida y que no vaya a ser imputado no lo salva a ojos de la opinión pública española, también para los republicanos que no cuestionamos por razones pragmáticas la forma de Estado, la monarquía parlamentaria, pero que sí le exigimos ejemplaridad pública.

El emérito decidió abandonar España en agosto de 2020 para que el conocimiento de “ciertas actividades pasadas de su vida personal” no perjudicara a la Corona y al desarrollo de las funciones de Estado de Felipe VI. Pero se interpretó de forma clara como una huida, una autoinculpación, impresión que se acrecentó con el hecho de que acabase “refugiándose” en un país tan poco transparente --y en el que se atropellan todo tipo de derechos humanos-- como Emiratos Árabes.

Para la biografía de Juan Carlos sin duda fue un error, pero para Felipe VI que su padre se fuera de España fue la menos mala de las soluciones. No podemos olvidar que el emérito no ha renunciado al titulo honorífico de Rey, y que sigue con tratamiento de majestad y honores análogos a los establecidos para el heredero de la Corona, según el acta de abdicación en 2014 que fue un acto personalísimo e irrevocable suyo, por lo que no parece fácil desposeerlo de todo ello, entre otras razones porque la propia Constitución en el artículo 57 reconoce a Juan Carlos I como legítimo heredero de la dinastía histórica.

Además habría cuestiones logísticas muy delicadas de gestionar si estuviera aquí, como su lugar de residencia que, con todo el derecho del mundo, inocente a las ojos de la justicia, debería ser el Palacio de la Zarzuela.

En definitiva, si con su marcha quiso hacer un acto de generosidad para salvaguardar a la monarquía de sus muchos errores, Juan Carlos debería tener claro que lo mejor para Felipe VI, la Corona y la propia estabilidad institucional del sistema que él ayudó a nacer en 1978 sigue siendo vivir lejos de España y en silencio hasta sus últimos momentos.