Si algo ha sabido hacer la izquierda en Cataluña es gestionar ayuntamientos. Hay bastiones convertidos en símbolos: La Barcelona de Maragall, la Girona de Nadal y muy especialmente la corona industrial (mal llamada cinturón rojo), de Sabadell, L’Hospitalet, Santa Coloma, El Prat de Llobregat, Sant Feliu y mucho más. Un mundo en el que se forjaron cambios radicales en la faz urbanística y social, añadiéndole pases poderosos en la dirección de la economía del conocimiento. Tres ejemplos: el Eix Macià del Sabadell del llorado Antoni Farrés, el Mas Blau de El Prat y el Cornellà global del expresident Montilla. Y un colofón: el distrito del 22@ de Barcelona, última ratio de la fiebre Olímpica y del frente marítimo de la ciudad-río, con el Tibidabo al fondo, contra las nubes y sobre el smog. Sin dejar de lado el capital estético recuperado: el azulejo modernista de los Andreu, el tranvía azul, el avión hierático y los espejos deformantes que entusiasmaron a Ernest Bloch, en sus años vieneses.

La izquierda sí sabe gestionar. El populismo no; y no sabe hacerlo, porque le pierde el poder de la caricia sobre su lomo, como les ocurre a los caballos veloces agarrados por la crin. Colau y su gente no están sabiendo gobernar la “ciudad con más futuro del planeta”, en palabras repetidas por presidentes de grandes cadenas hoteleras del mundo que han instalado torres de acero y cristal a lo largo de la Diagonal, artería mediada por Les Glòries, el corazón urbano que soñó Rius i Taulet. Los enemigos de la imaginación pueden ladrar, pero la Barcelona de Narcís Serra y Pasqual Maragall (prolongada por Joan Clos) es la mayor obra de gobierno que hemos visto, incluidos los colectores, los nuevos puertos deportivos y la denostada Villa Olímpica.

Colau y su gente no están sabiendo gobernar la “ciudad con más futuro del planeta”

Ada y su ardor, la heroína progre del reaccionario Nabokov, vive en otra ciudad. Su mundo limita al norte y al este con las ninfas del Raval y con los escuálidos jóvenes del Born retardatario, que degüellan estatuas ecuestres y estremecen las noches insomnes de la vecindad. Ella es la alcaldesa pinzada entre la retórica levantisca de los escraches bancarios y el discurso peronista de su primer teniente de alcalde, Gerardo Pisarello, hacedor de una capital desborbonizada, donde el nombre de calles y plazas ha de parecerse al barrio de Gràcia, la finca abigarrada de la rabia y de la idea.

Barcelona es la segunda ciudad más densa de España, no después de Madrid, sino después de L’Hospitalet de Llobregat. “Una ciudad densa es una ciudad más sostenible que una ciudad extensa, pero más problemática, ya que concentra problemas de movilidad, polución, ruido y limpieza en muy poco espacio”, ha escrito Joan Subirats, catedrático de la Autónoma, nuestro mejor experto en política ciudadana. A la densidad se le han unido grandes dosis de diversidad, propulsada ahora por el turboturisno a gran escala. Nadie dijo que iba ser fácil. Los comuns empezaron mal la gestión y, en el ecuador de su mandato, contemplan una segunda parte cargada de espinas y alambres.

A Colau le puede su estética. Quiere un tranvía que embotelle el centro; quiere un casco histórico a medio camino entre Montparnasse y los verdes pincelados por la alegre muchachada de los Erasmus; quiere una Amsterdam sepultada por la historia, a medio camino entre Dresde, la Florencia del Elba, y la ciudad misma de los Médicis, que tantos dolores de cabeza le ha costado a Matteo Renzi. Quiere tiendas con bibelots en los escaparates, calles tubulares engalanadas de chocolate con nata y edificios singulares reconvertidos en espacios públicos, después de ser okupados por jóvenes bárbaros, como los de Alejandro Lerroux.

Han pasado once años desde la promulgación de la ordenanza de civismo (data del 2006, Colau se la encontró y sus gentes llegaron a calificarla de ley mordaza ciudadana) y dice su balance que en Ciutat Vella concentra más de la mitad de la actividad sancionadora del reglamento. Barcelona expresa una clara pérdida de referentes. Para recuperarlos no basta una inyección de moral republicana sino que hace falta discurso y los comuns no lo practican.

Nadie dijo que iba ser fácil. Los comuns empezaron mal la gestión y, en el ecuador de su mandato, contemplan una segunda parte cargada de espinas y alambres

La ciudadanía no es un pasaporte inmunológico. Es un derecho adquirido; conviene renovarlo y no debería ser negociable con gentes que destrozan el mobiliario urbano por un imperativo categórico --vivienda, empleo, beca, subsidio, etc.-- haciendo del déficit ciudadano el argumento de su todo vale. El contrato social de la convivencia barcelonesa viene de un momento en el que los cambios y su justificación ideológica marchaban juntos. Viene de la Transición, obra sacrílega para los desnortados. No hace tanto, la derecha se sintió cómoda en el efímero mandato de Xavier Trias (herencia deslavazada de Jordi Hereu, el último socialista en el sentido amplio del término) y se adaptó a una política de márgenes estrechos. Pero la izquierda de Colau no acaba de identificar el campo de lo posible y corre el peligro de situarse fuera del margen que permite soluciones reales.

El primer emboque institucional de su mandato resultó fatal: Fira Barcelona, Formula 1, Mobile Congress, etc, pero conviene decir que el empaque de su rectificación fue conmovedor. Pero, para entonces, Colau había malgastado ya su patrimonio intelectual. Barcelona es el resultado de choque fatales entre su destino urbano y el de una nación que la empequeñece. La Catalunya-Ciutat de Prat de la Riba ha sido herida de muerte por la Catalunya-Estat de los aventureros. El reloj se ha detenido; late bajo la clepsidra de Bruno Schulz, pendiente de sus mayores y atenazada por sus emociones. Su mito olímpico, protagónico y profético, le exige por encima de sus posibilidades.