Los ciudadanos esperamos que los impuestos sean justos. Un deseo no siempre compartido por los técnicos del Ministerio de Hacienda, pues en ocasiones ellos priorizan una legislación que facilite la recaudación. En concreto, dificulte en gran medida el fraude y permita rápidamente comprobar si la autoliquidación del tributo es o no correcta.

En las Leyes Reguladoras de las Haciendas Locales (1988 y 2004), la segunda finalidad quedaba muy clara en el texto que hacía referencia al impuesto de la plusvalía, siendo este un gravamen sobre las ventas, donaciones o herencias de los terrenos urbanos. En la mayoría de los casos, aquel recae sobre el suelo en el que están construidas las viviendas.

La ocultación a Hacienda de las anteriores operaciones era muy difícil porque los notarios daban fe de las transmisiones y estas generalmente se inscribían en el Registro de la Propiedad. Su comprobación resultaba muy sencilla, pues en el método de cálculo no aparecía ni el precio de venta ni el de compra, sinos unos valores y coeficientes fijados por el ministerio.

No obstante, el impuesto era muy injusto. En primer lugar, porque no gravaba las plusvalías obtenidas en las operaciones, sino simplemente las transmisiones del suelo, excepto si estas se habían realizado en un período inferior a un año. En concreto, no lo habían de abonar los especuladores que habían realizado un rápido pase, pero sí los herederos cuyos progenitores tenían una vivienda en propiedad desde hace mucho tiempo.

En segundo, debido a que debían pagarlo los que habían ganado y también perdido con la venta de sus pisos. En ningún caso, aunque así lo dijera la ley, gravaba el incremento del precio del suelo. La cuantía sobre la que se tributaba (base imponible) dependía del valor asignado al terreno por el Catastro, un coeficiente establecido por Hacienda y del número de ejercicios que el vendedor había disfrutado de la vivienda. Así, por ejemplo, pagaba más quien la tenía desde hace 15 años que únicamente durante el último lustro. A partir de las dos décadas, la penalización dejaba de aumentar.

En tercero, porque en bastantes ocasiones el Catastro sobrevaloraba el valor de suelo. No era infrecuente que este representara más del 45% de la cuantía en que aquel valoraba la vivienda, cuando en realidad es excepcional que así suceda. Los promotores solo suelen estar dispuestos a pagar un porcentaje superior al anterior si el mercado residencial está en auge y la ubicación del terreno permite la construcción y venta de inmuebles de lujo.

Finalmente, debido a que es un tributo que grava por segunda vez la transmisión del terreno sobre el que se ha edificado una vivienda, oficina o local. Si el propietario ha obtenido una ganancia por su enajenación, la plusvalía lograda por la venta del suelo y el vuelo debe ser incorporada en el IRPF. Por tanto, no tiene ningún sentido tributario que exista un impuesto municipal que vuelva a incidir sobre la primera.

A pesar de su carácter injusto, la obtención de ganancias en la venta de las viviendas llevó a los propietarios a pagar el impuesto, sin reclamar su devolución delante de los tribunales de justicia. Sin embargo, las demandas llegaron cuando estalló la burbuja inmobiliaria y los vendedores que perdieron dinero con su enajenación tuvieron que pagarlo.

El 11 de mayo de 2017, el Tribunal Constitucional realizó una sentencia diplomática, más propia de unos políticos convertidos en jueces que de unos juristas de reconocido prestigio. En ella exime del pago del tributo a los que obtengan minusvalías, pero no invalida su método de cálculo. No obstante, solicita al Ministerio de Hacienda la realización de cambios en la ley con la finalidad de que su cuantía esté en consonancia con el aumento del valor del suelo observado entre la fecha de compra y venta.

La solicitud del Tribunal Constitucional no provocó una rápida reacción del ministerio, pues la anterior sentencia erosionaba escasamente la recaudación que dicho impuesto proporcionaba a los ayuntamientos. Tampoco la estimuló un nuevo dictamen del 31 de octubre de 2019 en el que exoneraba del pago del tributo a los propietarios que debían abonar una cuantía superior al importe de la plusvalía obtenida.

Finalmente, la eliminación del impuesto, tal y como lo contemplaba la Ley Reguladora de las Haciendas Locales del 5 de marzo de 2004, llegó con la sentencia del magno tribunal correspondiente al 26 de octubre de 2021. En ella, declaraba inconstitucional el método de cálculo de la base imponible. Por tanto, aquel dejaba de ser exigible a los vendedores, herederos y donatarios.

En dicha sentencia, el tribunal considera que el tributo vulnera el principio de capacidad económica indicado en el artículo 31 de la Constitución, pues la cuantía que pagan los vendedores de una vivienda no está relacionada con el importe de la plusvalía obtenida. Un dictamen que podría haber realizado en 2017, pues en dicha fecha simplemente decidió poner un parche al problema existente.

No obstante, para evitar que los contribuyentes reclamasen a los ayuntamientos los 10.000 millones indebidamente pagados por ellos en los últimos cuatro años, manifestó que todos los propietarios que hayan autoliquidado el impuesto durante el anterior período de tiempo no tendrán derecho a su devolución.

Un veredicto que ignora que todos los tributos autoliquidados solo son firmes cuando han transcurrido cuatro años, pues la Agencia Tributaria puede exigirnos un pago adicional por haber declarado menos de lo que nos corresponde o nosotros podemos impugnar nuestra autoliquidación y pedir que se nos devuelva lo que hemos pagado de más.

Por tanto, muy probablemente los perjudicados recurran al Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), como lo hicieron los afectados por la sentencia del Tribunal Supremo, que decretó que los bancos no estaban obligados a devolver los importes excesivos pagados por los deudores de préstamos hipotecarios con cláusula suelo. En aquella ocasión, los demandantes ganaron; en la próxima estoy convencido de que también lo harán.

Un gobierno que en cuatro años no había tenido tiempo de reformular el impuesto de la plusvalía, ahora lo ha conseguido modificar en tan solo 14 días. En la actualidad, es imprescindible eliminar el vacío legal existente, pues debido a este los ayuntamientos dejan de ingresar dinero por él. La nueva formulación mantiene el método antiguo e incorpora uno nuevo en el que la base imponible viene determinada por la plusvalía realmente obtenida.

En definitiva, el impuesto de la plusvalía es una larga historia de chapuzas. Las primeras las realiza el legislador, las segundas el Tribunal Constitucional para salvar parcialmente a los políticos de los errores previos cometidos. También de la pereza de un gobierno que solo lo modifica cuando no le queda más remedio y de unos ciudadanos, que una vez más, deberán recurrir al TJUE para que les devuelvan los pagos excesivos realizados.

Lo mejor que podría hacer Hacienda es suprimir dicho tributo. Si quiere obtener dinero adicional para financiar los ayuntamientos, podría establecer un tipo suplementario en el IRPF sobre las plusvalías logradas por las venta de activos inmobiliarios. De esta manera, combinaría simplicidad y justicia tributaria.