El éxito internacional de Puigdemont recuerda aquel cínico comentario del diplomático franquista Agustín de Foxá: "Hagamos de España un país fascista y vayámonos a vivir al extranjero". Durante la concurrida manifestación del pasado15 de abril del movimiento nacionalista exigiendo democracia y convivencia (sic), se desplegaron todos los gestos y discursos que ejemplifican la fascistización que se ha sembrado en Cataluña en los últimos años, mientras el expresidente sigue su interrail particular. Desde que dijeron que la calle era suya, los independentistas exhiben con total impunidad todo su supremacismo sin que ninguna autoridad competente del Estado (de derecho) les llame, al menos, la atención por incitar al odio.

Es incomprensible e inadmisible que se esté gobernando la comunidad autónoma con dicho artículo cuando en el interior de la mayoría de los edificios oficiales, incluidos retretes, haya lazos amarillos, pancartas con lemas sobre los políticos presos y caras del expresidente fugado reproducidas por doquier. Han sido cesados 252 cargos de la Generalitat pero ¿la autoridad la ejerce el Gobierno central o el ejército de centenares de directores generales y demás cargos de libre designación heredados de los últimos governs?

El 155 es una farsa, la Generalitat no ha sido intervenida sino que sigue en manos de esbirros independentistas

Visto lo visto, el 155 es una farsa. Al menos la mitad de los ciudadanos catalanes sigue sufriendo una total desprotección ante el todopoderoso e intimidatorio régimen nacionalista y sus centenares de miles de colaboradores, cómplices y chivatos. Los funcionarios que no comparten el dogma oficial han de comulgar con ruedas de molinos cada día que acuden a su puesto de trabajo y han de soportar lazos asfixiantes y demás símbolos totalitarios. El caso del mosso suspendido por usar una de las dos lenguas propias de Cataluña, el espionaje al exministro Fernández Díaz desde un coche de la Generalitat o el sistemático incumplimiento de la ley autonómica de educación en materia lingüística, son la punta del iceberg de una Administración catalana que no ha sido intervenida sino que sigue en manos de esbirros independentistas.

Sorprende que los ciudadanos de a pie sean multados por cualquier infracción minúscula y esta casta del Poble escollit campee a sus anchas cometiendo todo tipo de tropelías u ocupaciones de espacios públicos y oficiales sin que nada ni nadie haga nada al respecto. ¿Ni siquiera con el 155 es democrático reivindicar la sanción ante comportamientos atentatorios contra la libertad por muy amarillos que vistan? ¿Cómo es posible que TV3, un medio que se dice de comunicación, siga empeñado en dinamitar cualquier atisbo de diálogo básico y cotidiano entre los catalanes y catalanas de Tabarnia y de Tractoria? ¿Por qué se permite que se siga pagando con dinero público ese instrumento de propaganda, acérrimo e histórico defensor de la censura y declarado enemigo de la pluralidad ideológica y de la libertad de expresión, la de todos?

Todo es posible porque el 155 es una farsa, una gran tragicomedia que sólo beneficia a sus protagonistas, los que han elegido representar el papel de víctimas. Los verdugos --los fachas españoles-- son espantapájaros fantoches. Las víctimas son las primeras que desean y sueñan que la representación teatral no acabe aún, que siga la obra hasta que sea inevitable el aplauso general y unánime.