Hasta antes de ayer, como aquel que dice, era imposible imaginar que un partido de ideología neofascista como Fratelli d’Italia (FdI), que en 2018 obtuvo tan solo el 4,4% de los votos, pudiera ganar las elecciones con el 26% y su lideresa, Giorgia Meloni, fuera a convertirse en presidenta del Consejo de Ministros del país transalpino, la tercera economía de la UE. La caída en julio pasado de Mario Draghi, al frente de un Gobierno técnico de coalición en el que estaban representados todos los partidos excepto FdI, precipitó el adelanto electoral. Las razones de esa crisis no fueron otras que los caprichos tan típicos de la politiquería italiana. El pasado domingo, la división del centro-izquierda, junto a una abstención elevadísima, ha regalado el triunfo en las urnas a la carismática Meloni, cuyo discurso político es tradicional, soberanista y conservador (Dios, patria y familia), pero al que ahora mismo ya no sería tan clarificador llamarlo neofascista. A medida que crecían sus posibilidades de llegar al poder, sus formas se han ido moderando y su programa ya no asusta tanto. Estamos ante otra forma de populismo soberanista que si acaso forma parte de ese amplio catálogo de la extrema derecha 2.0, tal como explica el politólogo Steven Forti.

La victoria de FdI no ha producido ningún cataclismo, ninguna reacción de pánico, ni en los mercados, ni tampoco en Bruselas. Meloni será sin duda un freno para una Unión que necesita dar nuevos pasos en el proceso de integración. Su llegada al poder, en un Gobierno de coalición con la Lega del ultra Matteo Salvini y Forza Italia del magnate Silvio Berlusconi, es una muy mala noticia. Pero Europa también sobrevivirá a Meloni, no me cabe ninguna duda. Primero porque nadie en Italia piensa en salir de la UE y regresar a la lira. El tiempo en que el Brexit podía haberse contagiado ya pasó, y los resultados para el Reino Unido, pese a su todavía enorme poderío como antigua potencia imperial, están siendo desastrosos. Segundo, Italia tiene una deuda enorme del 150% del PIB y necesita del mecanismo antifragmentación del BCE para que su prima de riesgo no se dispare. Y, tercero, la Comisión presidida por Ursula von der Leyen tiene la sartén por el mango en cuanto a los fondos que Italia va a recibir. Bruselas dispone de herramientas para corregir a los gobiernos que opten por desviarse de los principios y valores democráticos de la UE. Lo hemos visto con Polonia y Hungría, pero es que además la sociedad italiana es mucho más europeísta y liberal en términos políticos que esos dos países, con contrapesos institucionales internos, empezando por la figura del presidente de la República, Sergio Matarella, que es un democristiano de izquierdas.

El domingo pasado, el conjunto de las derechas duras, populistas, obtuvo una amplia mayoría parlamentaria, pero no arrasó en votos, donde el resultado fue de empate en medio de una abstención elevada. Por tanto, lejos de una deriva ultra en Italia, lo que hay es una sociedad descontenta con la política tradicional, que devora políticos y marcas electorales a una enorme velocidad. No olvidemos que, en 2018, la victoria fue para el movimiento Cinque Stelle, que esta vez solo ha mantenido la primacía en el sur y que entre tanto ha pasado de ser una fuerza populista a otra que defiende posiciones de izquierda socialdemócrata. Por otro lado, en Italia los gobiernos duran muy poco (una media de 18 meses), y el de Meloni no tiene por qué ser una excepción, habida cuenta que sus relaciones con Salvini, que hasta hace poco parecía llamado a ser el líder de las derechas, son pésimas. Los problemas no los tendrá tanto con Bruselas, como en Roma y con sus socios de gobierno.

Finalmente, la líder de FdI ha sorprendido por su posición atlantista y el apoyo a Ucrania frente a la agresión de Rusia, a diferencia de las posiciones contemporizadoras con Putin tanto por parte de Salvini como de Berlusconi, que cerró la campaña electoral justificando al autócrata del Kremlin. Por este flanco también hay tranquilidad, pues no parece que Meloni vaya a cuestionar la política de sanciones, menos ahora que Rusia ha perdido la iniciativa en el campo de batalla y Putin se encuentra aislado en la escena internacional, teniendo que hacer frente además a graves problemas internos por el reclutamiento forzoso. La victoria de Kiev es posible, aunque eso también nos acerque al riesgo de una escala de guerra con armas químicas y nucleares por parte de Rusia.

En definitiva, no podemos olvidar que la política italiana es una gran farsa y nada es lo que parece. A diferencia de Draghi, el ascenso de Meloni es sin duda un freno para la Unión, sobre todo porque normaliza en el corazón de Europa la llegada al poder de partidos euroescépticos de extrema derecha, pero afortunadamente sin fuerza para cuestionar las vigas maestras de la política que sostiene la Comisión. Y si lo intenta recordemos que, en 2011, Berlusconi fue apartado del poder, no porque hubiera perdido la mayoría parlamentaria ni por sus muchísimos escándalos, sino porque los mercados y la UE pidieron su cabeza al presidente de la República, que propuso un gobierno técnico para evitar la quiebra del país. Meloni puede añadir ahora piedras en el camino, su gobierno lo complicará todo más aún, pero en última instancia Europa la sobrevivirá, como ya ocurrió con Berlusconi.