Esta semana se ha muerto la Paqui, la que fue la directora de mi colegio, y me he quedado un poco tocada, como cada vez que fallece alguien que fue emblemático durante mi infancia. La Paqui era esa señora de pelo corto y expresión seria que aparecía en clase a media mañana para pasar la lista del comedor --y cobrar un dinerito a los que se quedaban a comer de forma puntual-- o hacer algun comunicado especial, como que ese día no habría extraescolar de 'voley' porque el entrenador estaba enfermo o que recordáramos a nuestros padres que entregaran el consentimiento de las colonias.

Cuando la veía entrar por la puerta ya me ponía nerviosa, porque había dos días a la semana que no me quedaba al comedor y eso implicaba tener que levantar la mano en medio de la clase y decir en voz alta, con la cara muy roja: “Paqui, hoy no me quedo a comer”. No solo me daba vergüenza hablar en público (la misma que ahora) sino que había algo en el rostro de Paqui que me intimidaba. Quizás fueran sus ojos oscuros y penetrantes, quizás la fina comisura de sus labios, que apenas sonreían cuando se paseaba por las aulas, o quizás simplemente porque se trataba de la directora, la expresión máxima de poder en el colegio, la que te podía castigar de verdad.

En mi época el colegio del pueblo terminaba en 8º de EGB, y diría que no volví a ver a Paqui hasta unos años después de terminar la universidad, con veintidós o veintitrés años, cuando no sabía qué hacer con mi vida y fui a verla para pedirle que me diera trabajo de cualquier cosa y ganarme un dinerillo mientras buscaba trabajo “de lo mío” (entonces quería trabajar en un museo). Yo lo que quería era hacer de secretaria del cole, para hacer fotocopias de exámenes y pasar la lista del comedor, pero en lugar de eso me ofreció dar clases de refuerzo de inglés a niños de diez años durante la pausa del mediodía. Acepté, sin saber lo que se me venía encima. En menos de dos semanas descubrí que era incapaz de ser autoritaria y los niños hacían lo que querían conmigo. Mis clases, sin dudarlo, eran sus favoritas: podían gritar, pelearse, pintar en la pizarra o estirarse en la mesa para dormir la siesta. Yo me limitaba a mirarlos con los ojos muy abiertos y a sugerirles, en inglés, que se sentaran. Ellos  me ignoraban por completo y yo era incapaz de enfadarme, porque tampoco veía que hiciera falta sentarse. En un mes, sin embargo, su nivel de inglés retrocedió. Habían olvidado hasta cómo se conjugaba el verbo “to be”. Así que, por su bien --y por el mío--, al cabo de un mes decidí renunciar al trabajo. Cuando se lo comuniqué a los niños, se quedaron muy tristes: “¡Oh, no!, ahora vendrá una profesora de verdad...”, me dijeron.

Diez años después de esa breve experiencia como profesora, volví a reconectar con Paqui por otros motivos. Ambas colaborábamos en una fundación loca que se dedica a promover la cultura y el arte en nuestro pequeño pueblo del Maresme, y allí descubrí a una mujer distinta --afable, curiosa y divertida-- que nada tenía que ver con la directora Rottenmmeier que yo recordaba. Se interesaba por mis artículos y mis libros, y siempre me animaba a seguir escribiendo. Incluso me pidió en varias ocasiones que escribiera para la revista del cole contando mis recuerdos, algo que, como buena nostálgica que soy, hice con mucho gusto. Me encanta recordar los momentos de felicidad que viví en la pequeña escuela de pueblo que ella dirigía. Lo que más valoro de esa escuela --un centro concertado, muy sencillo, de ideología cristiana, pero nada adoctrinador-- es que nos mezclábamos todos en absoluta armonía, desde la hija de un humilde campesino a los pijos recién llegados de Barcelona, como yo.

La última vez que vi a Paqui fue en junio del año pasado, en mi casa. Nos reunimos unos cuantos para discutir si suspendíamos o no nuestro evento habitual de “ópera a la fresca” por culpa de la pandemia. Decidimos que sí, que era lo más prudente, y luego brindamos por estar con salud y haber superado lo más duro del confinamiento. Recuerdo que Paqui comentó que en noviembre cumpliría 80 años y yo le dije que, tanto por su aspecto como por su vitalidad, parecía mucho más joven (no mentía). Gafe de mí, tan solo unas semanas después me llegó la triste noticia que le habían detectado leucemia.

La verdad es que nunca se me ocurrió pensar que no volvería a verla. Estaba convencida de superaría la enfermedad y este julio podría saludarla durante la ópera a la fresca, que volvería a reñirme con la mirada cuando le pidiera otra vez que me diese trabajo de profesora en el colegio, o que se alegraría cuando le dijera que iba a apuntar a mi hijo en su colegio.

Pero me he quedado sin despedirme de ella, sin poder presentarle a mi hijo ni poder decirle de nuevo lo mucho que me gustó el pequeño libro ilustrado que publicó hace dos años para contar la bonita historia de su familia a sus familiares y amigos. El libro se titulaba Els mandariners, en honor a los mandarinos centenarios del jardín de su casa de Cabrera de Mar, de donde era originario su abuelo Feliu.

Resulta que un verano, su abuelo se enamoró de l’Assumpció, la niñera de una familia de veraneantes de Barcelona, de la que se decía que no podía tener hijos por culpa de una caída. Su madre le decía que olvidara esa moza, pero Feliu, testarudo, no cedió, y antes de que terminase el verano fue a buscarla y le ofreció un brote del oloroso mandarino de su jardín. Assumpció, halagada, le dijo “hasta el verano que viene”, pero ni el verano siguiente, ni el otro, ni el otro...volvió. Feliu acabó casándose con otra mujer y tuvieron tres hijos. Fueron felices hasta que la gripe española se llevó a su esposa por delante. Un tiempo más tarde, ya viudo, Feliu se encontró por casualidad con Assumpció, que trabajaba en una fábrica y vivía en Mataró. El amor que los había unido de adolescentes resurgió enseguida y decidieron casarse. Como regalo de bodas, Feliu le compró a Asumpció dos mandarinos y los plantaron juntos en el jardín. “L’avi va agafar una flor i la flaire del mandariner els portà el record de la seva primera juventut”, escribe Paqui. A partir de ahora, el olor dulce de los mandarinos que asoman bajo la plaza de la iglesia nos recordarán a ti, querida Paqui.