En la honda crisis del PP es como si todos los alumnos practicasen el bullying a la hora del recreo. Vieja y nueva política, siglo XX, siglo XXI, maquiavelismo o chapuza: toda tregua parece imposible. El caso de García Egea es prominente por su naturaleza obtusa. Parece más bien el encargado de una cadena de talleres de desguaces que un político para la España de este siglo. Tiene en común con no pocos miembros de su generación política un desprecio por la sutileza y por las formas. Es algo que comparte con los políticos que proceden de las juventudes de su partido –como en cualquier partido– y que llevan décadas conspirando e intrigando, practicando la zancadilla y el infundio, a menudo en el vacío, a modo de insectos con rostro humano que han nacido para parasitar y complicar las cosas a los demás presentándolo con alardes de lealtad.

La inmadurez y la carencia de finezza hacen que los nuevos líderes atiendan demasiado a sus gurús más megalómanos. O es una falta de personalidad o una asignatura pendiente: entrar a fondo en las estrategias de calado, concebir un horizonte para el PP y para España. Saber cuándo reafirmar y cuando decir “no”.

El caso de Díaz Ayuso tiene rasgos muy peculiares, con su mensaje extractado al máximo y un toque de Eva Perón ultraliberal y pegamoide. Tiene, sí, instinto para la proximidad pero a la vez peca de apresuramiento. Toscamente protegido por García Egea queda Pablo Casado, quien está siendo puesto en cuestión por los últimos acontecimientos hasta el punto de que ya hay quien aboga por un congreso que, por enésima vez, refunde el PP. De una parte, necesitaría soltar el lastre de su secretario general, pero eso incrementaría su debilidad al ser interpretado como una cesión. Si Ayuso tiene gancho electoral, Casado está realmente empeñado en la causa de la honestidad aunque ahora mismo eso se confunde con la celotipia.

Tanta torpeza es incomprensible cuando de una parte te enfrentas al sanchismo y de otra está Vox esperando sacar toda la ventaja. Y, sobre todo, ahí está un electorado perplejo, ofendido si se identifica emocionalmente con Ayuso, desasistido si vota al PP como coalición de intereses y valores frente a un Pedro Sánchez que ha firmado una hipoteca con ERC, Bildu y Podemos.

No tan solo haría falta reciclar los lideratos y reconsiderar el lenguaje de la vida pública: nada se conseguirá sin una permeabilidad efectiva con la sociedad civil y sin una aplicación de los principios de meritocracia a los partidos políticos. Ese es un problema de la democracia que no se circunscribe a España, pero la guerra interna en el PP le da una dimensión de exceso. Salvo con un improbable gesto de grandeza compartida, podrían caer Casado o Ayuso si es que no caen los dos y su partido se sume en un interregno esterilizador, cuyo precedente pudieran ser los años de Hernández Mancha en pleno felipismo.