La cabeza afilada del socialismo español tira de meritocracia. Meritxell Batet, presidenta del Congreso, no pidió repetir en el cargo; se dejó llevar por la metafísica de las emociones hasta el día que el expresident del Govern, José Montilla, le dijo a Miquel Iceta: “Estáis locos. Si no apretáis a Sánchez, nombrarán a otro presidente del Congreso y el PSC perderá presencia en Madrid”. Pero no. Moncloa, pese a su silencio, tenía decidida la continuidad de Batet y a Iceta le costó poco convencer a Sánchez. No ha sido lo mismo en el Senado, donde Manuel Cruz, un académico de piel fina, desgastado por los ataques feroces de la derecha mediática, ha dejado la presidencia en manos de la magistrada, Pilar Llop. El grosor de la epidermis mide el precio de la política. Y Batet es una mujer pálida, pero de pigmentación soberbia.

La presidenta de nuestros Comunes y segunda autoridad del Estado (rey al margen) dice lo que piensa. Después del voto de castigo del Comité Federal socialista, le dijo a Pedro Sánchez: “déjalo, no te presentes”. Es directa; demasiado. Antes de cumplir 20 años, compaginó los estudios de Derecho y las becas con el trabajo de servir copas. Fue la camarera lista del Nick Havanna y se ganó la vida poniendo Jack Daniel's y JB en la barra del Bikini, el abrevadero barcelonés que alternaba, noche tras noche, la música de Héctor Lavoe con la de David Bowie. En las barras se aprende a modular la visceralidad a base de sinceridad. Quizá por eso, cuando le advirtió a su jefe de filas del peligro de ruptura en el PSOE, esperaba en el fondo la machada de Sánchez; esperaba un “me voy, pero volveré”. En respuesta a los suyos, el líder socialista hizo entonces un MacArthur filipino de la Guerra del Pacífico. Después de caminar sobre  brasas ardientes en la entraña del PSOE, volvió y, por una vez, ganó el corazón: Sánchez se reinstaló con firmeza en la jefatura, mandando con guante de seda sobre los barones de su partido, como se ha visto esta misma semana con las loas a la unidad de García-Page, Susana Díaz o el mismo Lambán. Ha sido la respuesta, prietas las filas, a la estrafalaria división entre socialistas pregonada por Inés Arrimadas, el cisne negro de la promesa liberal incumplida

Batet no se limita. Hace ya años se enamoró de su oponente, José María Lasalle, exsecretario de Estado de Cultura con José Ignacio Wert en un Gobierno de Mariano Rajoy. La historia es tierna; también aquella vez, ganó el corazón y lo hizo precisamente allí donde muere el sectarismo. Meritxell y José María han educado a sus dos hijas gemelas en el bilingüismo castellano-catalán. Cuando desempeñaba su cargo, Lasalle, digan lo que digan, defendió a capa y espada el MNAC y el Teatre Nacional de Catalunya. Él sabe que la cultura, como la solidaridad, es la caricia de los pueblos, algo que desconocen los prepotentes saltimbanquis, que queman y señorean las calles de Barcelona. Defiende que en nuestro siglo debe volver el liberalismo de los padres fundadores, Adam Smith y Edmund Burke, para que el bien público y el interés privado vayan de la mano. Pero Dios no le oyó el día en que Ciudadanos escupió la mano socialista que le daba de comer.

La presidenta del Congreso, Meritxell Batet / PEPE FARRUQO

La presidenta del Congreso, Meritxell Batet / PEPE FARRUQO

En 2004, Batet les preguntó a sus amigos del PSOE si, en el partido, se tomarían mal “lo mío con Lasalle”. En aquella ocasión, fue también Montilla quien definió mejor el momento: “Es un asunto exclusivamente tuyo” y Meritxell se ató los machos dispuesta a anteponer su felicidad. Pero unos cuantos años más tarde, ya en lo más alto de la Mesa del Congreso, supo de sopetón lo que vale una misa cantada; la esperaba Cayetana Álvarez de Toledo, camisa pinzada y cabellera al viento, para ponerla de vuelta y media, de buenas a primeras. Y ella exclamó “no es que no te den 100 días, es que no te dan ni un minuto”. Así, al filo del desaire, reaccionó esta mujer de perfil macedonio, que hoy abre el Hemiciclo camino de la investidura.  De buena mañana, en este insólito domingo de enero, Batet dará la palabra y el voto a los portavoces de la Cámara, dominadores de un discurso anfibio (entre la malquerencia y el rencor, a la vez), anclados en argumentos usados como proyectiles y muy alejados de la raíz colectiva de una aventura común. Ella busca arbitrar el encuentro, pero todo parece indicar que, en el Parlamento, solo hay bandos; ya no existen mimbres para el intercambio constructivo.

Vivimos en plena era de la tensión; nuestros anfiteatros políticos son receptáculos cóncavos en los que han desaparecido las reglas de la validación entre contrincantes, imprescindibles en un diálogo fructífero. En otro tiempo, los encargos de formar Gobierno por parte del rey emérito convertían a la cámara legislativa en el estado mayor enciclopédico de la ilustración española. Hoy, nos basta un dictamen de la Junta Electoral (JEC) para que todo se vaya al traste. Un dictamen sin valor jurisdiccional es lo que ha supuesto el fin de la inmunidad de Torra, votado en la JEC por el estrecho margen de siete a seis. Fin al dolor permanente de muelas, aunque la guinda solo puede ponerla el Supremo y la pondrá, créanme; mientras tanto, el president tartufo seguirá ampurdaneando, a base de gambas de Palamós, regadas con Perelada.

Meritxell no pierde jamás la compostura. Tampoco ayer, cuando Álvarez de Toledo pidió que se leyera en el plenario de la cámara el acuerdo entre PSOE y ERC, y Batet contestó “no, porque es conocido por todos”. Es una paracaidista del poder. Salta sin miedo, aunque ahora la esperan en tierra la oposición etrusca ante los pactos de la Conferencia Episcopal española y los francotiradores de la CEOE, una patronal que ha ganado en intransigencia bajo la presidencia de Antonio Garamendi y ha perdido la neutralidad que le confirió Juan Rosell. En vez de pedir cautela, la Iglesia y los negocios montan una trinchera común ante el rojerío. Un poco de razón ya tienen, aunque los poderes fácticos deberían practicar el silencio, como metáfora del temor.

Quiso ser bailarina; y con razón, porque su talle expresa la fragilidad de acero que exigen las mejores escuelas de danza. Fue jefa de gabinete de Narcís Serra, en el PSC, y ahora forma parte del microchip de Pedro Sánchez  quien, en las elecciones generales de 2015, la situó en el puesto número dos de la lista por Madrid y, el año pasado, la nombró ministra de Política Territorial, en el Ejecutivo nacido de la moción de censura. Aquellos días, el despacho ministerial de Batet, en el Palacio de Villamejor, era un ventanal desmayado sobre el Paseo de la Castellana, el mismo que albergó la Presidencia en la etapa de Arias Navarro, en el exangüe tardofranquismo. Ella cuenta que, cuando entraba y salía de la sala grande del Villamejor blasonado, miraba al techo sabiendo que allí celebrada don Manuel Azaña los consejos de ministros de aquella República tan malquerida. Es lo que tienen las casonas palaciegas del Madrid de Sabatini: llevan escrita la historia en sus zaguanes. ¡Ay! si las paredes hablaran.