Lleva el derecho de autodeterminación grabado en la testuz; defiende, con un siglo de retraso, el programa de Lenin sobre las naciones sin Estado. Desde su puesto de docente (politólogo y profesor en la UB) se fundió en la entraña colectiva de la nación para reaparecer al fin en la presidencia de la ANC, a la que gestionó como si se tratara de un soviet. Para relevar a Forcadell al frente de la asamblea, fue cooptado por el secretariado de la entidad sin haber sido el más votado; desveló entonces su pasión por el secreto y el consenso oscuro. Que se preparen en JxCat para el día que su secretario general, Jordi Sànchez, mande de verdad.

Sànchez es un apparatchik, más preparado para ser secretario de organización que líder. Se ha mantenido en el humus floral de dos hombres decisivos: David Madí, el brazo financiero de Artur Mas, mantuvo económicamente a Sánchez cuando estaba en tierra de nadie (le debe más de una), y Joan Puigcercós, ex presidente de ERC, sostiene intacta su autoridad moral sobre los republicanos y una influencia indirecta sobre un sector de JxCat. Fue Puigcercós quien colocó a Pere Aragonés al frente de las juventudes de Esquerra y posteriormente su apoyo resultó decisivo en el momento de aupar a Oriol Junqueras a la cúpula del partido; ahora juega la carta del pacto transversal con el mundo socialista, algo que será imposible mientras los líderes condenados no salgan de prisión. Por su parte, Madí, el nieto del gran empresario y fundador de Òmnium, Joan Baptista Cendrós, se ha distanciado de los últimos líderes de Junts y hasta los ha ninguneado, como políticos de lance: Torra “es paranormal” y “Puigdemont tiene un punto de desequilibrio”.

Sànchez es un culo di ferro; sabe que debe aguantar, pero no me extrañaría que confundiera “la Caja B con el KGB”, en palabras de un resalado tuitero, dirigidas a Díaz Ayuso, la pregonera de chuleta y gusto cañí. Junts es un partido de aluvión, cuya columna vertebral ha caído en manos del zafio centralismo democrático; representa al nacionalismo fondón colonizado por un bolchevismo de café. De momento, Jordi Sànchez se erige en pacificador ante el próximo día 24, cuando su partido tiene previsto celebrar el Congreso de la catarsis. Será el fin del relativismo y el primer paso para un endurecimiento en la línea de mando, que implica a dirigentes como Elsa Artadi, Albert Batet o Ramon Tremosa; un salto doble para esencializar el soberanismo y, paralelamente, evitar una repetición electoral. Y mientras avanza este complejo risorgimento, a Puigdemont se le escapa el invento del Consell per la República. De ahí sus prisas para que la gente se apunte, previo pago de 12 euros por cabeza, al pasaporte republicano y faltón, capaz de medir la catalanidad de miles de santos inocentes.

Caricatura de Jordi Sànchez, dirigente de JxCat / FARRUQO

Caricatura de Jordi Sànchez, dirigente de JxCat / FARRUQO

El anacrónico leninismo tiene lo que yo de nacionalista. No hace falta haber leído Doctor Zhivago de Pasternak para saber quién despellejó a los mujics de tierra adentro. La mezcla entre ambas doctrinas, izquierda dura y nacionalismo, siempre ha resultado letal; recordemos aquel Estat Català de Josep Dencàs, hechizado por sus célebres Escamots, las milicias de calle y correaje, que se rifaban el espacio público a imagen de las escuadras de il Duce.

Jordi Sànchez es un dilecto apóstol de Rafael Ribó, Síndic de Greuges vitalicio, el profesor que durante la Transición dirigió el estimat PSUC y acabó mandando en Iniciativa (IC-V), un partido verde, con tapones en los oídos ante los cantos del radicalismo democrático a la italiana. El actual líder de Junts fue activista de la Crida de Ángel Colom, la excursión de chiruca y barretina, bajo el pendón estelado; y por afinidad a la causa, representó después a Iniciativa en el consejo de la Corpo (Radio Televisión catalana). Sánchez vive ahora en un círculo concéntrico de extremo declive: el linaje de una izquierda acostumbrada a mandar con pompa en los Casals del Poble, pero incapaz de aceptar el heroísmo que exige la conspiración. Matar al César nunca sale gratis. Sànchez no ha pedido perdón por saltarse las leyes de bases de la convivencia en Cataluña; se considera un Gerry Adams, en mal momento, con el Ulster ardiendo de nuevo; es de los que practican el sostenella y no enmendalla, la respuesta del mismísimo Cid, después de devastar los campos de Nájera.

El JxCat que se nos viene encima de la mano de Sánchez representa la frontalidad del perdedor. Ritualiza el antagonismo frente al Estado por delante de sus socios naturales de ERC, ganadores en los últimos comicios. Persigue el aplauso frente al camino del pacto; es incapaz de convertir la representación en síntesis; pone la revolución por delante de la reforma; el bolchevismo frente al menchevismo; el Terror frente al Termidor.

Tras la muerte de las ideologías, el fin del populismo de contenedor (Convergència) desemboca en el autoritarismo de Junts. Cuando desaparecen los viejos encuadramientos se perpetúan los símbolos; la democracia se convierte entonces en un mercado persa de banderas, cuya propiedad intelectual pasa a ser de quien simplemente las blande. A menor volumen, menor matiz. Los herederos de un partido que levantó la Constitución del 78 buscan ahora en el separatismo el espíritu de la nación; pero rechazan la complejidad, desconfían de la elocuencia dialéctica y solo les consuela la aclamación. Sánchez, su líder de entretiempo, es hijo natural de dos medias naranjas: ERC y Junts.