La despedida de Molins, político racionalista, evoca el gran intermezzo de los segundos setentas, momento de la vocación centrista catalana, el espacio de la excelencia y su frustración subsiguiente. El Molins de la Transición eligió un medio camino entre la referencia liberal de Valonia y el pensamiento cristiano de Jacques Maritain y Emmanuel Mounier. Después de cuatro décadas de generalato, el centro político rechazaba cualquier referencia hacia la derecha, por noble que esta fuese. Al grupo de amigos y camaradas de Molins, los Antoni Masferrer, Folchi Bonafonte o Carlos Güell, entre otros, no les faltaba ni la seña de identidad, como desafectos al antiguo régimen --unos más que otros-- ni el sentido de la libertad indivisible tal como la entendía Raymond Aron, y como ha sido evocada recientemente por Miquel Roca, en el 40ª aniversario de la Transición.

Los centristas entendieron mejor que nadie la morfología de la Europa, heredera de contribuciones como las Gilbert Dru, Francis Chirat, Etienne Borns, Joseph Hours, Maurice Guérin, Francisque Gay o el mismo Georges Bidault, que había sucedido a Jean Moulin como presidente de la Resistencia, en plena invasión alemana. Francia y centro-Europa eran el espejo que se abría paso, desde la moderación endurecida, en medio de la marea izquierdista generada por el mayo del 68 y la pervivencia del marxismo en los partidos eurocomunistas, bajo la influencia de Enrico Berlinguer. El liberalismo en Cataluña era un cadáver exquisito y la democracia cristiana, encabezada por Antón Cañellas en Unió Democràtica (UDC), vivía en la zozobra de operaciones españolas que no llegaban nunca a su destino, como la del rector de la Complutense y exministro de Franco, Joaquín Ruiz-Giménez.

Ingeniero industrial y diputado en el Parlament y en el Congreso, Joaquim Molins --hermano del empresario Joan Molins, expresidente del Círculo de Economía-- desempeñó el cargo de consejero de Comercio y Turismo y de Política Territorial y Obras Públicas con Jordi Pujol como president. Su vinculación a la antigua Convergència Democràtica empezó en los momentos referidos de cruce de influencias y decisiones que se gestaron en los primeros años de la democracia. En 1976, Molins fue uno de los fundadores y secretario general de Centre Català, el partido con el que se presentó a las primeras elecciones generales en la candidatura de la coalición Unió del Centre i la Democràcia Cristiana de Catalunya, sin conseguir el escaño. En 1978 se integró en la Unió del Centre de Catalunya, uno de los componentes de la coalición Centristes de Catalunya-UCD, en cuyas listas por Barcelona obtuvo un escaño en el Congreso en las generales de 1979. Allí empezaron a dividirse la ideología liberal-cristiana y el nacionalismo. Jordi Pujol exigió integración y militancia en un proyecto que se vislumbraba ganador y que arrasó a partir de las autonómicas de 1980. Fue la primera noche del Majestic, con Pujol subido en la capota de un coche aparcado en la calle Valencia para arengar a los suyos; muy a última hora de la jornada, cuando él disfrutaba de la espantada de Joan Raventós al frente del PSC (ganador en votos) y de su alianza con la Esquerra Republicana del profesor Joan Hortalà, catedrático formado en la London y actual presidente de Bolsa de Barcelona.

Hoy, en su despedida, Molins debe ser recordado como una efigie de celebración del mejor centrismo catalán: la última revolución pendiente

Molins había decidido su destino y Pujol no perdonó a los que se quedaron en el lado de la ideología. El mundo aceleraba el paso: Antón Cañellas se había fusionado en la UCD de Adolfo Suárez y, a partir de aquel momento, CDC arrumbó en el desván de la historia el ideario de la socialdemocracia nórdica para a echarse en brazos del pragmatismo abrasador, que ha acabado consumiéndole.

El centrismo catalán de raíz demócrata cristina sufrió un choque similar al del MRP francés cuando fue acorralado por el triunfo desbordante del general De Gaulle en el llamado Rassemblement Populaire Français. En su Memoria confidencial, Francisque Gay reflexionó sobre la debilidad de los demócratas de inspiración cristiana puestos a prueba en el ejercicio del poder. A costa de caer en una exageración, el paralelismo vale a la hora de emparentar el conocimiento profundo de la doctrina con la debilidad ante el escrutinio de las urnas, como ha reconocido en parte el mismo Duran Lleida. En el estallido del cometa democristiano, París llegó a temer por la carrera del gran Robert Schuman, padre de la CEE, a quien se le atribuyó una biografía anterior compleja y emparentada con el Gobierno de Vichy.

Los mejores años de productividad política de Molins corresponden a su etapa como número dos de Roca en Minoría Catalana en el Congreso. Los aportes de la gobernabilidad y la influencia en el poder de Madrid que los nacionalistas compartieron con la presencia de ilustres socialistas en la capital del Estado (cito a dos de los mejores: Narcís Serra y Ernest Lluch). Pero especialmente, la capacidad de lobby en el mejor sentido del término (muy desgastado en la España actual de "la rabia y de la idea") con los políticos y sus segundas marcas civiles, los bufetes Garrigues, Uría o Alzaga, entre otros, ampliando la presencia de la economía industrial en un país de peligrosos excesos financieros.  En 1995, Molins sustituyó a Miquel Roca como portavoz en el Congreso, cargo que dejó en 1999 para presentarse a la alcaldía de Barcelona. Dos años después de perder aquellas elecciones frente a Joan Clos, se retiró de la vida política. Hoy, en su despedida, Molins debe ser recordado como una efigie de celebración del mejor centrismo catalán: la última revolución pendiente.