Distanciada del sanedrín de Waterloo, amaga en temas de Estado mientras saca ventajas en los asuntos domésticos. Elsa Artadi, la sonrisa monótona, será la número dos de Forn en las elecciones municipales de mayo a la alcaldía de Barcelona y, dado que su jefe de filas seguirá presumiblemente en prisión, ella será la alcaldable de JxCat y podrá hacer de Salomé, el papel malvadamente seductor que le va. Y aunque no gane, como aseguran las encuestas, podrá seguir culebreándose en el espacio neoconvergente, o lo que quede de él.
Artadi sabe meterse bajo la apariencia del minesoto que nunca ha roto un plato. Se doctoró en Harvard, es amiga de Mas-Colell (el exconsejero que malvendió el agua de boca de Barcelona) y conoce los modelos matemáticos del ricardiano Piero Sraffa, esos esquemas racionales que triunfan en las aulas, pero fracasan en la vida. Dio clases en la Bocconi de Milán y fue consultora del Banco Mundial en Washington. En 2013 accedió a la dirección general de Tributos y Juego, la cueva convergente de Alí Babá, donde creó La Grossa de Cap d'Any, culmen de la iconografía nacionalista, al gusto pésimo de la nación de farcellet, mesa camilla y medias de nilón. Desempeñó el cargo de secretaria de Hacienda del Departamento de Economía y Conocimiento, el nido germinal de la falsaria Agencia Tributaria Catalana, la gran estructura de Estado fundada para financiar la República, pero liquidada en un final de opereta brechtiana. Ella conocía de antemano aquel intento burdo de enriquecer a un Govern ilegítimo, gracias a su pareja, Heribert Padrol, un abogado fiscalista, que entre 2000 y 2002 fue diputado de CiU en el Congreso, y realizó el primer estudio serio (con datos que dispuso por razón de su cargo) de lo que significaría una Hacienda catalana.
Elsa Artadi vista por Pepe Farruqo
Las municipales de mayo anticipan, en pleno invierno, sus primeros vértigos. Será una batalla entre la derecha soberanista, el centro amplio que no abarcará Manuel Valls (a pesar de las bellas palabras que le ha dedicado esta semana Bernard Henri-Levy) y la izquierda mustia de PSC y comuns. Este último conglomerado, marcado por sus inútiles guerras internas, importa su desamparo del espacio socialista desaparecido en países tan cercanos, como Italia y Francia. No me olvido de que al frente de la derecha soberanista, retardataria y eurófoba se sitúa Ernest Maragall (ERC), aunque el nombre de su partido empiece por Esquerra. Los sondeos se lo dan todo a este señor malhumorado, de hablar carrasposo e ininteligible. Pero no sería de extrañar que la vetusta neoconvergencia se le adelantara en el último momento, como ocurrió en las elecciones autonómicas de noviembre del 2017, en las que venció Puigdemont con su lista de JxCat. Nunca se sabe, especialmente porque ERC tiene un toque perdedor que casi siempre aparece en los metros finales. Si eso llegase a ocurrir, la Artadi tendría opciones a la alcaldía, con Forn todavía en la sombra.
Cataluña es un país multicolor metido en el corazón de la UE, una estructura pluriestatal que genera “el 25% del PIB mundial y financia el 50% del gasto social del planeta” (Manuel Blanco en La sociedad sin hijos; ED Libros). Para mirar al futuro solo tenemos un arma: las economías de escala que nos proporciona la UE, ya que nuestro país es un erial demográfico. Pero a la Artadi y a sus camaradas, la Europa de Merkel y Macron les produce sarpullidos. Además, la portavoz del Govern y consejera de Presidencia da por muertos los Presupuestos de Sánchez, cuya negociación le parece “indigna y guerrista”. Como lo oyen. El caso es que sus palabras robustecen el pacto de las derechas, acunado en Andalucía. No hay más que verle la cara a Javier Ortega Smith, secretario general de Vox y abogado de acusación particular en el juicio inminente del 1-O, para saber que festonea por dentro el 6,5% de voto de los españoles (último CIS).
En el Madrid de Carmena y Errejón (el más peronista de su quinta, no se engañen), el líder de Podemos, Pablo Iglesias, brujulea en la negra sombra, en busca de una solución. En las barras de Malasaña y en los entreactos teatrales de Gran Vía, existe todavía la cultura de la conversación. Nosotros, en cambio, no podemos decir lo mismo: la contra corriente en Cataluña no está bien vista. El plural mayestático (nosaltres) se impone y el disenso se ha convertido en un corredor oscuro. Vivir en Barcelona es una forma de estar donde no quieres, pero debes, como Pessoa que quería estar en Lisboa cuando estaba en Sintra y viceversa.
Nos acercamos lentamente al disparadero de un ciclo electoral que servirá para poner a prueba la cohesión del espacio independentista, pensado desde la catarsis de la Crida, el partido non nato (“solo somos un espacio”, dice su secretario general, Antoni Morral). Una confluencia discordante, con Agustí Colomines en el papel de ideólogo, y el lozano informador Eduard Pujol, en línea con otros periodistas sobrealimentados, como Vicent Sanchis (TV3) y Saül Gordillo. Me dejaba a Miriam Nogueras, la mujer desdoblada, con un pie en el Congreso –como diputada, junto al reformista Carles Campuzano– y otro pie en la dirección del PDeCAT, donde desempeña una vicepresidencia. Un batiburrillo desconcertante, un escenario propio del realismo visceral del que habló el llorado Roberto Bolaño; un espectáculo situado entre los Pastorets de Folch i Torres, y una de estas películas de Bergman, como El manantial de la doncella, de la que todos hablan, pero que nadie ha visto. Con Venezuela cortando el aliento de la política nacional, los soberanistas hablan de devolver a Barcelona el título de “cap i casal”, como escribió Rossend Llates, durante el romanticismo tardío, de lágrima fácil. Están en lo suyo, aunque el mundo se hunda.
En lo suyo, pero divididos: por un lado, los republicanos de Junqueras con su último mensaje-holograma a la ciudadanía y, por el otro, los de Puigdemont, alocado, con menos monserga, sin rastro de Artadi, y cercano a Marcela Topor, la primera dama de la Cataluña sediciosa. Mencheviques y bolcheviques; girondinos y jacobinos. Todos en la fronda antirrealista. Corderos y lobos; cuervos y zorros, pillados en el ornato de quien detenta la fuerza, pero no lo ostenta por miedo. Y en medio, Artadi, la profesora que estudió a Leontief y a Schumpeter para acabar siendo aprendiz de la inteligencia reptiliana, que concede la gracia del poder.