En Cataluña, también en el resto de España, hay quien está empeñado en debilitar las instituciones del Estado, desprestigiar a los políticos y erosionar cualquier intento de diálogo o pacto. Quienes así actúan son los desestabilizadores. De individuos tóxicos con intenciones aviesas los hay dentro y fuera de los partidos, en los gobiernos y en algunos medios de comunicación. Medran anunciando el apocalipsis, sembrando la desconfianza entre la ciudadanía, recetando soluciones mágicas y ungüentos sanalotodo. Un desestabilizador, por ejemplo, lo tiene Pere Aragonès en la vicepresidencia de la Generalitat encarnado en la figura de Jordi Puigneró. Un político ambicioso este, que aprovecha cualquier ocasión para plantear el abandono de la Mesa de Diálogo. El vicepresidente es un serio obstáculo en el camino de la concordia entre el gobierno de España y el Govern de Cataluña. Otra desestabilizadora, amante de la provocación, es Laura Borràs.

Una mujer que no duda en corear la tesis de Puigdemont consistente en acusar al ejecutivo español de instigar su arresto en Italia. Los catalanes padecemos las consecuencias del sectarismo político de esta señora al frente de la presidencia del Parlamento. Desestabilizadores los tiene Pedro Sánchez con los García-Page y los Lambán cada vez que sufren un ataque de envidia, o se creen carne de ninguneo. Y, visto lo visto, no nos engañemos, puede que los haya también --por exceso de celo-- en algunos despachos demasiado ideologizados de la judicatura. Sí amigos, desestabilizadores los hay y los ha habido de todo calibre a lo largo de la historia. Los hubo en el Ulster, Euskadi, Cuba y la Transición Española. Los hay ahora en Cataluña y España y va llegando la hora de exigirles que se aparten, que salgan de escena, que queremos avanzar y normalizar la actividad política.

Nos hayamos en un nuevo tiempo político. La ciudadanía muestra síntomas de estar fatigada ante tantos dimes y diretes secesionistas, desea más gobernabilidad y menos ruido. Apenas hace unos años la aventura sarda de Carles Puigdemont se hubiera saldado con manifestaciones multitudinarias, contenedores quemados y mucha crispación. Afortunadamente hoy el sentido común de algunos de nuestros gobernantes vacía el saco de los agravios que intentan tejer y llenar los desestabilizadores aquí y en Madrid. Poco importa que la señora Paluzie se rasgue las vestiduras, llamando a la confrontación directa contra el estado, cuando ni tan solo consigue movilizar una décima parte de lo que arrastraba hace un par de años. De nada sirve que Pilar Rahola roce el esperpento dando palmaditas y saltitos mientras canta el Bella Ciao ante el consulado italiano. La omnipresente tertuliana de TV3, de retribución económica desconocida, no es la Tokio de La casa de papel sino el paradigma del otoño procesista. Pasó la moda de los CDR y ahora toca hablar, hablar y hablar hasta que baje la inflamación.

Es muy provable que Carles Puigdemont y sus desestabilizadores quieran aprovechar el asunto sardo para recuperar espacio político, revitaminar el fantasmagórico Consell de la República y contrarrestar el papel de Aragonès como interlocutor con el gobierno de España. Es lógico que así sea. Nadie ha puesto en duda que la detención de Puigdemont ha sido un balón de oxígeno para los partidarios de la intransigencia; cierto, pero no es menos verdad que se ha ido desinflando a partir del momento en que el juez italiano lo puso en libertad sin medidas cautelares. Lo acontecido debería inducir a la reflexión a los detractores del diálogo e interiorizar que, tanto Sánchez como Aragonès, apuestan por seguir hablando. Y también que cada vez es mayor el numero de ciudadanos que percibe alrededor de Puigdemont a una legión de desestabilizadores que ha renunciado a la gestión de las cosas y a la política como servicio público. Mientras tanto las encuestas siguen constatando que todo sigue igual, es decir half and half como diría un inglés, ergo....