Los centenarios sirven para rememorar momentos del pasado y también, por qué no, para establecer analogías con el presente.

Se cumplen 100 años del golpe de Estado que protagonizó el general Miguel Primo de Rivera con la aquiescencia del rey Alfonso XIII. Hace un siglo, un manifiesto, el del 13 de septiembre, anunció al país la disolución de las Cortes, el cese de muchos funcionarios y cargos públicos y el inicio de una etapa de mano dura para garantizar el orden público. Precisamente este 31 de octubre se cumplen 101 años de la marcha sobre Roma protagonizada por las milicias fascistas de Benito Mussolini. Dos momentos de la historia que nos permiten diseccionar el pasado a la búsqueda de similitudes, o prácticas, que aún son empleadas sin rubor por actores políticos contemporáneos.

Cuenta Alejandro Quiroga, doctor en Ciencias Políticas y autor de una excelente biografía sobre Miguel Primo de Rivera, que el dictador fue el primer líder político en utilizar de forma sistemática un discurso populista desde el poder. Hizo bandera de la antipolítica, habló de casta, falseó la realidad e incorporó a su discurso grandes dosis de nacionalismo. La propaganda del régimen procuraba crear alrededor del general una imagen de líder carismático. Utilizó para ello los medios de comunicación más vanguardistas de su tiempo: la radio, el cine, multitud de publicaciones locales e incluso una agencia de publicidad le sirvieron de instrumento. Fundó un periódico, La Nación, y elaboraba notas oficiosas de obligada publicación.

Si bien el concepto populismo es ambiguo a la hora de definir movimientos, partidos e ideologías, la utilización de los medios de comunicación en modo populista –salvando las distancias en el tiempo– permiten alguna que otra analogía. El pujolismo primigenio y sus epígonos después han utilizado durante décadas los medios de comunicación de la Generalitat para crear sentimientos identitarios y blindar el Govern. No en vano el exconseller de ERC Joan Manuel Tresserras insistía en el rol constructor de la nación catalana asignado a TV3 y Catalunya Ràdio. Jordi Pujol llegó a dictar las preguntas y respuestas de sus entrevistas a algunos periodistas que aún están ejerciendo la profesión. En 1923, el marqués de Estella interiorizó que la propaganda oficial, los medios de comunicación y las ceremonias patrióticas infundían legitimidad a las instituciones. Cien años después mucho ha cambiado en este país, pero no lo suficiente. Los medios de la CCMA aún difunden el universo simbólico del nacionalismo catalán y magnifican sus actividades programadas.

Hace un siglo, el golpista Primo de Rivera, que decía hablar en nombre del pueblo, señalaba un enemigo a batir, manipulaba la historia, se escudaba en la bandera y fundaba un partido instrumental (UP). Alguien podría llegar a pensar que en el movimiento-partido de Carles Puigdemont curiosamente se concitan todos los elementos anteriormente señalados. Tómense el caso como una analogía rebosante de inocencia.

El escritor Antonio Scurati narra con todo tipo de detalles la marcha sobre Roma de los camisas negras fascistas a finales de octubre de 1922. Retrata rituales, simbología, consignas y describe la atmósfera del momento. A Benito Mussolini le gustaba teatralizar los movimientos y acciones de sus fieles empleando el fuego como elemento atemorizador, mágico y emocional. Años más tarde, Adolf Hitler haría lo mismo intentando conseguir un efecto místico, una embriaguez colectiva. Cuesta comprender cómo esta práctica tenebrosa de las antorchas, propia de rituales fascistas, ha conseguido instalarse en el modus operandi de algunas formaciones y partidos que se consideran serios y democráticos. Pienso en la ANC, la CUP, Junts o ERC.

Recientemente, en la ciudad de Barcelona se celebraron marchas de antorchas y en ellas no faltaron los incidentes, insultos, agresiones y silbidos. Lo que para algunos es una expresión popular y colectiva de reivindicación nacional para muchos ciudadanos es un acto intimidatorio. Los historiadores han polemizado acerca de los contactos entre dirigentes del independentismo catalán de los años treinta con prohombres del fascismo italiano. Eso es historia a estudiar, me dirán; cierto, pero un desfile de antorchas en noche cerrada da que pensar; otra analogía pergeñada desde la inocencia de un humilde observador. Cien años no es nada si la bicha es fea.