Me arriesgo a que algunos amigos y conocidos abandonen rápidamente la lectura de este artículo. Lo comprendo, pero al mismo tiempo les advierto de que tengo la necesidad de sincerarme, de ser honesto conmigo mismo y con los lectores de Crónica Global. Puedo, incluso, llegar a compartir las palabras de Carmen Calvo cuando susurra que el presidente del Gobierno, en el asunto de la amnistía, “haga lo que tenga que hacer”. Allá cada cual con sus planteamientos y necesidades vitales o laborales. Pero ante lo que se está cociendo en las tierras de España, un servidor de ustedes se siente moralmente obligado a manifestar su desagrado con el intento de aprobar una ley de amnistía. Es más, no deja de sorprenderme el volumen de literatura y energía destinada a encontrar un encaje jurídico de la ley para hacerla intocable. Como ciudadano me preocupan más las consecuencias políticas a medio plazo de su posible aprobación que su constitucionalidad. La política española no está vacunada contra un efecto mariposa de consecuencias imprevisibles ni contra el fanatismo de los iluminados.

No asistí el pasado domingo a la manifestación convocada por Sociedad Civil Catalana –entidad que respeto– porque antaño fui martillo y, como es sabido, esa herramienta es la antítesis de El Yunque. En el paseo de Gràcia había demasiado antisanchismo, excesivo pensamiento Buxadé-Díaz Ayuso y oportunismo Núñez Feijóo monopolizando la marcha, instrumentalizando una iniciativa ciudadana y apropiándose de banderas y símbolos de forma similar a la que nos tienen acostumbrados los independentistas el 11S. Las fotos tipo Colón las carga el diablo.

Lo digo sin cautelas ni medias tintas. Soy reacio a la promulgación de una ley que, lejos de emerger como resultante de un acto de generosidad y acuerdo, irrumpe en escena como un trágala sin el cual no hay investidura para Pedro Sánchez. Me opongo a ella, entre otras cosas, porque me indigna el intrusismo de la vicepresidenta Yolanda Díaz. Una mujer que, en plan alumna aplicada, intenta hacer los deberes (copiados) antes que sus compañeros de clase. Patético y antiestético tanto oportunismo, tanto tacticismo hueco.

Salvador Illa, rebosante de sensatez, pide sosiego, discreción y paciencia. Lógico, es el rol que le corresponde en esta función que ya dura demasiado. Ahora bien, alguien debería recordarle a Carles Puigdemont y a Pere Aragonès que fue el PSC quien ganó las últimas elecciones en Cataluña obteniendo 200.000 votos más que la suma de Junts, ERC y la CUP. Y, si me apuran, no está de más explicar también que el PP fue tercera fuerza política rebasando a todos los grupos independentistas. Cuando el prófugo de Waterloo, y su sacerdotisa Míriam Nogueras, pidieron “cobrar por adelantado”, lo ideal hubiera sido recordar a los peticionarios la oferta política que esbozaba originalmente Pedro Sánchez. A saber: la confección de un Gobierno progresista con un fuerte contenido social; un reconocimiento de la plurinacionalidad de España; un diálogo tendente a desjudicializar la política catalana... Eso debería de haber sido un lo tomas o lo dejas y allá vosotros con las consecuencias. El buenismo de los socialistas ha abierto las puertas a la insolencia y las bravuconadas que emanan de los cenáculos independentistas. Cuando Jordi Pujol aconseja a sus correligionarios no caer en la candidez a la hora de negociar la investidura obvia la historia; olvida que el PSC facilitó la de Artur Mas en el 2010 y que luego este no cumplió los compromisos adquiridos. Puestos a desconfiar de las personas, todo el mundo sabe que fue Puigdemont el que dejó en la estacada a todo su Gobierno huyendo a Bélgica sin avisar. Pero el colmo de los colmos es cuando el fugado, con un escaso 11,7% de los votos, se arroga la representación de todos los catalanes y se niega a reconocer como interlocutor a Salvador Illa. Tanta chulería, disculpen la expresión, me inquieta y me lleva a la conclusión de que esta gente no es de fiar, que en ellos no hay propósito de enmienda y que nos la van a jugar de nuevo. Una amnistía con el soniquete de la autodeterminación no es de recibo. Un individuo que desde Waterloo califica su chalaneo como el “compromiso histórico” más importante para Cataluña desde 1714, es preocupante. El efecto mariposa está ahí; la teoría del caos nos dice que el resultado de un evento (¿la amnistía?) está sujeto a variables que no se pueden predecir y no siempre son buenas.