El Código Penal es la ley más importante después de la Constitución porque establece los delitos por los que un ciudadano puede ir a la cárcel. Trata de una materia muy delicada que no puede ser objeto de cambalache político, que requiere de informes previos y de acuerdos amplios para que las modificaciones sean duraderas. Pues bien, es evidente que si el PSOE no necesitase los votos de ERC para aprobar los Presupuestos y cimentar una mayoría parlamentaria que permita –ahora y seguramente en la siguiente legislatura— gobernar a Pedro Sánchez, no se estaría proponiendo suprimir el delito de sedición y, menos aún, modificar la malversación. Eso no significa que el Código Penal no debiera ser revisado a la luz de lo que sucedió en Cataluña en 2017 para defender la democracia constitucional, y que incluso en el camino de esa revisión la sedición pudiera ser modificada o suprimida. Si el Tribunal Supremo condenó a los políticos independentistas por sedición, que es un delito contra el orden público, en lugar de por rebelión, que es un delito contra la Constitución, fue porque la rebelión en el Código Penal exige el uso de la violencia o la exhibición de la fuerza armada.

En el juicio del procés fue determinante el relato del mayor de los Mossos, Josep Lluís Trapero, de que tenía un plan para detener a Puigdemont, Junqueras y Forn. La existencia de ese plan nunca se demostró, pero la declaración de Trapero puso a salvo a la policía autonómica y fue clave para descartar la condena por rebelión. Sin embargo, lo que sucedió en Cataluña no fue un delito únicamente de desórdenes públicos, sino principalmente contra la Constitución. Para burlar esa contradicción y evitar que la condena fuera solo por desobediencia y malversación, el juez Marchena tuvo que creerse el relato de la defensa, sobre todo del inteligente abogado Javier Melero, de que los políticos independentistas solo querían forzar la negociación de un referéndum. A su favor tenían que después del 1 de octubre no intentaron aplicar la ley de transitoriedad jurídica que el Parlament había aprobado en septiembre, ni opusieron tampoco resistencia alguna a la aplicación del artículo 155. La declaración de independencia que se votó la tarde del 27 de octubre de 2017 ni tan siquiera se publicó, y fue un gesto de cara a la galería. Los jueces del Supremo resolvieron bien la papeleta con un Código Penal que no dejaba mucho margen al no existir la rebelión impropia, sin violencia, al no existir un delito contra la Constitución que no implique un alzamiento armado. Como tampoco existe un delito por desobediencia reiterada al TC, ni por convocar referéndums ilegales.

Puede que el delito de sedición sea una antigualla, y que en un enfoque comparativo no tenga parangón en Europa, pero su supresión sin más es un error. Lo lógico sería crear nuevos tipos penales en la línea de lo antes anunciado para proteger la Constitución de golpes parlamentarios a la luz de lo que sucedió durante el procés. Ahora bien, tampoco podemos olvidar que el principal responsable de cumplir y hacer cumplir la Constitución es el Gobierno de España, y que Mariano Rajoy no quiso aplicar el artículo 155 en 2014, cuando el Govern de Artur Mas organizó una consulta ilegal de autodeterminación, ni en 2015 cuando el Parlament votó declaraciones solemnes en las que se desvinculaba del ordenamiento constitucional, ni tampoco en septiembre de 2017, tras las leyes de desconexión, etcétera. No podemos delegar en el Código Penal y en los jueces el papel que le corresponde al Gobierno, ni esperar a que el Rey, como hizo Felipe VI el 3 de octubre con su discurso en televisión, inste a todos los poderes del Estado a poner fin a la intentona separatista. Si hay una próxima vez, no puede volver a ocurrir.

Por último, la revisión que también se pretende del delito de malversación es el colmo del disparate, una modificación que se haría a la carta para beneficiar a los dirigentes de ERC condenados por ese delito y a otros que están acusados y con juicios pendientes. Que no haya enriquecimiento personal no les exime de haber cometido un delito porque el bien a proteger es el dinero público que se ha dedicado a fines ilícitos. Es otra forma de corrupción, diferente, pero tan grave como hacerlo para el enriquecimiento propio o de los allegados.

El Gobierno de Pedro Sánchez acertó con los indultos en 2021, utilizando una potestad exclusiva del Ejecutivo, asumiendo un riesgo político en favor de un bien superior, mejorar el clima sociopolítico en Cataluña una vez que los condenados por el procés ya habían cumplido buena parte de la pena de cárcel. Ahora se trata de perdonarlos por completo legislando a futuro, lo cual es peligrosísimo y democráticamente inaceptable. Diferente sería que en el marco de una reforma a fondo del Código Penal para defender la Constitución frente a golpes posmodernos, la sedición se eliminara, y que como consecuencia de esa mejora los condenados del procés se beneficiaran. Pero no es así. Ahora se pretende ejecutar una especie de amnistía encubierta haciendo un uso torticero de la ley más importante después de la Constitución.