Llama la atención el clima de histeria que se ha desatado esta semana entre la amplia familia soberanista, no solo en el independentismo más hiperventilado, también en el supuestamente moderado e incluso entre sus compañeros de medio viaje, los Asens y Colau. Las detenciones que efectuó el lunes la Guardia Civil, por orden de la Audiencia Nacional, para evitar posibles actuaciones violentas en las próximas semanas han activado unos mecanismos mentales defensivos que reflejan un miedo enorme a que haya algo o mucho de verdad en las hipótesis policiales. Es indudable que el principio de presunción de inocencia es primordial en un Estado de derecho y, por tanto, no se puede condenar política ni mediáticamente a nadie de antemano. En los casos de detenciones preventivas, absolutamente legales e imprescindibles para evitar males mayores, la prudencia aconseja siempre no anticipar nada y hablar poco. Sin embargo, no es esta la reacción que han tenido los partidos, los cargos institucionales y los medios soberanistas. Han salido en tromba a afirmar no solo la inocencia completa de los acusados sino que estábamos ante un “montaje policial”, una “operación política” para “criminalizar” el conjunto del movimiento independentista, etc.

“Criminalizar” ha sido la palabra clave estos días en la mayoría de sus declaraciones y análisis. Esta respuesta tan tajante refleja un fenómeno psicológico llamado “proyección”, que consiste en acusar al otro de lo que uno piensa. Burdamente diríamos que es la “ley del espejo”. En este caso, el independentismo afirma que el Estado le criminaliza cuando quien ofende e injuria, difama y escarnece al Estado español todo el tiempo es el soberanismo/separatismo. Este afán por ver en el otro un enemigo declarado no es más que un reflejo de su propio pensamiento, aunque el separatismo vaya por el mundo afirmando que todo en él son bondades. Se acusa al Estado español, entendido siempre como un todo y, claro esta, sin separación de poderes, de ejercer un poder represivo y autoritario. Por eso, Quim Torra se atreve nada menos que a exigir explicaciones a Pedro Sánchez por una actuación judicial.

El Estado es siempre sospechoso, tanto por lo que hace como por lo que no hace. Si esas detenciones no se hubieran producido, pero en cambio imaginémonos que en octubre asistimos a una escalada de actos violentos con algún tipo de explosivo, los mismos que ahora han puesto el grito en el cielo habrían afirmado que los poderes del Estado lo sabían, y que dejaron actuar a esos grupos para poder así criminalizar a todo el independentismo. Es una forma de argumentar ventajosa porque recorre a la falacia de la carga de la prueba. Fíjense. Los separatistas afirman que el Estado español busca “destruir el movimiento independentista”, pero nunca demuestran tal cosa, al tiempo que niegan enfáticamente ser violentos o apoyar el terrorismo. Estos días lo han repetido con un tono de enorme indignación, aunque nadie serio cuestione que el independentismo sea un movimiento mayoritariamente pacífico, por mucho que Lorena Roldán, líder de Cs, saque sin venir a cuento desde el faristol del Parlament una foto del atentado de ETA contra el cuartel de la Guardia Civil en Vic. El independentismo evita así probar las acusaciones que lanza contra el Estado, se hace la víctima negándose a ser tratado como violento o terrorista, mientras proyecta en el otro su auténtico modo de obrar. Estos días Torra ha acusado al Estado de buscar “de forma permanente la confrontación”. La “ley del espejo” nos dice que quien pretende tal cosa, aunque no sepa muy bien cómo, es el independentismo.