Si alguna virtud tiene el coronavirus, es que hará que durante unos días no hablemos del ‘procés’. Desde que a finales de diciembre apareció en China, con poco más de medio centenar de infectados en Wuhan, la gigantesca bola de nieve de la epidemia --después ya pandemia-- se ha extendido por todo el mundo, afectando a la economía, a la vida social, a la cultura, al deporte y a todas las manifestaciones humanas, imponiendo gravísimas restricciones en el devenir cotidiano y provocando que no se hable de otra cosa.

Ante una situación tan compleja y tan difícil de combatir, lo adecuado es un cierre de filas en todos los países en aras de la unidad y la solidaridad imprescindibles para frenar la extensión del virus. Pero en España, como era de temer dados los antecedentes, el virus no se ha librado de ser utilizado como arma política. Después de unas primeras semanas de contención por el temor a que un intento de capitalización de la inquietud ciudadana se le volviera en contra, el PP decidió esta semana arremeter contra el Gobierno. No es de extrañar porque en todos los grandes conflictos --lucha antiterrorista, Cataluña, etcétera-- nunca el PP, cuando ha estado en la oposición, ha dejado de lado la política partidista y se ha puesto a disposición del Gobierno de turno.

El lunes, Pablo Casado empezó a criticar al Gobierno de Pedro Sánchez por su “inacción” y por “no dar la cara”  y presentó un plan contra la epidemia que en realidad era la aplicación de medidas contenidas ya en el programa electoral del partido, las obsesiones de siempre, entre las que destacan bajar los impuestos, renunciar a revisar la reforma laboral y potenciar la unidad de mercado, el comercio exterior y el turismo. El mundo se hunde, los gastos sociales se van a disparar exponencialmente, se recomienda viajar lo menos posible, y al PP lo único que se le ocurre es bajar los impuestos y fomentar el turismo.

Pero el jueves, después de que Sánchez presentara su plan de choque --inyección de 14.000 millones en la economía, 3.800 millones para la sanidad y 400 millones para las empresas turísticas, entre otras medidas--, Casado aún endureció sus críticas. Medidas insuficientes y tardías, un “Gobierno que se parapeta en la ciencia y en la técnica”, “una tirita que no va a parar la hemorragia”, fueron algunas de sus afirmaciones, con una estrategia perfectamente clara: acusar a Sánchez de reacción tardía, como el PP hizo con José Luis Rodríguez Zapatero por no ver a tiempo la crisis económica del 2008.

No se olvidó Casado de referirse a que el Gobierno permitiera la manifestación feminista del 8-M, en línea con lo que viene repitiendo la derecha mediática cada día, sin mencionar, sin embargo, el multitudinario congreso de Vox. Autorizar la manifestación fue seguramente una temeridad, pero no está comprobado que en ella se produjeran contagios, como sí los hubo en el acto de Vox. Los dirigentes de Vox han pedido después perdón, pero con la desfachatez de responsabilizar también al Gobierno por no prohibir el mitin.

Al día siguiente, viernes, inmediatamente después de que Sánchez anunciara el estado de alarma, que la Constitución prevé para “crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contagio graves”, Casado salió a apuntarse el tanto diciendo que él ya había pedido un mando único y apoyó la decisión, que permite limitar temporalmente la circulación de personas y vehículos, requisar bienes y ocupar instalaciones industriales, entre otras medidas. No ahorró, sin embargo, críticas al Gobierno --otra vez citó la manifestación del 8-M-- y avanzó que ya llegará la hora de exigir responsabilidades. 

Pero no solo el PP utiliza el coronavirus como arma política. Al otro lado del Atlántico, la decisión de Donald Trump de prohibir todos los vuelos procedentes de Europa, excepto los del Reino Unido y de Irlanda, constituía también una utilización política de la epidemia porque, aunque el Reino Unido no pertenece al espacio Schengen, también está afectado por el virus. Pero, como Trump es imprevisible, tres días después de aceptar la excepción británica, cambió de opinión e incluyó en el veto a los vuelos desde el Reino Unido e Irlanda.

Que Trump utilizara el coronavirus como arma política tampoco era nada extraño. Ha aprovechado también la crisis para desenterrar sus obsesiones: reclamar el muro con México, que tiene menos casos de contagio que Estados Unidos; pedir más controles fronterizos, bajadas de impuestos y tipos de interés, y promover el regreso a EE UU de las industrias deslocalizadas a otros países.

Esta reacción, sin embargo, la compatibilizaba con la estrategia de minimizar una crisis que le puede perjudicar en la reelección por las consecuencias negativas en la economía estadounidense. El 26 de febrero, Trump aseguraba que el virus estaba bajo control, el 9 de marzo aún achacaba la alarma a las  fake news y dos días después, el miércoles 11, decretaba el veto a los vuelos desde Europa. Ese día, los contagiados en Estados Unidos superaban el millar, aunque pueden ser muchos más por las deficiencias en los controles, y los muertos ascendían a 34. Pero Trump seguía con su triunfalismo.

“El virus no tiene ninguna oportunidad con nosotros. Ningún país está más preparado que el nuestro, tenemos la mejor sanidad y los mejores médicos”, decía, con su habitual mezcla de ignorancia y desvergüenza, en uno de los pocos países desarrollados sin sanidad pública universal, con 29 millones de personas sin seguro médico y donde millones de ciudadanos evitan ir al médico por el alto coste de las visitas. Finalmente, el viernes declaraba el estado de emergencia nacional, que permite desbloquear fondos, hasta 50.000 millones de dólares, para combatir el coronavirus.