Ya ha transcurrido un año desde aquellas semanas --comprendidas entre el 6 y el 7 de septiembre y el 27 de octubre de 2017--, en que todos los catalanes y el resto de conciudadanos españoles vivimos peligrosamente. No les voy a relatar los hechos, porque todos ustedes los conocen, y, por si fuera poco, los rememoramos en interminable celebración de efemérides nefastas día sí y día también. Mejor será que hablemos del futuro, siquiera del futuro a corto plazo. Un año más tarde, y con un cambio de Gobierno en España debido a una moción de censura, podemos mirar en derredor y concluir que el panorama actual, si bien no mueve al pánico que muchos sentimos durante aquellos eternos días --marcha de empresas, retirada masiva de fondos y depósitos bancarios, agresividad ambiental--, no suscita demasiadas esperanzas de que todo esto se resuelva diluyéndose como un azucarillo en café caliente. Permítanme que sintetice, en un repaso rápido, el punto en el que nos hallamos ahora mismo y que marcará los acontecimientos inmediatos...

El nacionalismo secesionista unilateral ha sido derrotado y se ha retirado a sus cuarteles de invierno, para lamerse las heridas, estudiar cómo volver a la carga y ampliar la cacareada base social que permita, en un futuro indeterminado, proseguir con su vergonzoso plan. Ahora mismo no hay hoja de ruta y el independentismo de base se halla dividido entre los más radicales, los irritados, que no aceptan la derrota --léase CUP, Arran, CDR-- y que siguen llamando a quemarlo todo, por una parte, y los crédulos que aún miran a Waterloo por la ventana de Twitter, para ver qué estupidez reconfortante les vende el buhonero bipolar en forma de consigna que les permita mantener viva la ilusión de que esto se implementa como quien chasquea los dedos, porque la república ya ha sido proclamada y sólo es cuestión de un pequeño empujón. Este segundo grupo son los que se contentan con seguir colgando lacitos amarillos, con apuntarse a cenas amarillas y a coreografías los días de guardar, peregrinando a las cárceles, para bailar sardanas y cantar "¡vivan los reos, los hay donde quiera que vas!" en plan kumbayá, con fiambrera y chirucas.

A nivel político, el independentismo está completamente dividido. El PDeCAT será expulsado del seno de ALDE el 27 de octubre, y protagonizará una lucha despiadada, no lo duden, con ERC por mantener su hegemonía territorial en Cataluña en las próximas elecciones municipales. Poco importa que se llamen PDeCAT o La Crida. Los de ERC, más analíticos, intentan insuflar dosis de realidad a la parroquia, conscientes de que todo ha sido un gatillazo, y se centran en la vía autonómica mientras fían lo de la independencia “al tiempo y una caña”. Elisenda Paluzie, y sus alegres muchachos de la ANC, dejan el "paro de país" del 1 de octubre en una manifestación, mientras anuncian que en breve harán pública una web de buenas empresas republicanas catalanas con la que hacer la puñeta al IBEX.

Los de la CUP, por su parte, y como es lógico, apuestan por liarla parda, pero la fuerza la pierden por la boca, porque en muchas de sus protestas y acampadas (TSJC, Plaza Sant Jaume…) ya son tres gatos y la tieta. De ahí que apoyen y cierren filas con Carles Puigdemont, al que ya toda Europa considera un auténtico majadero. Les recomiendo que vean, si no lo han hecho, el vídeo íntegro de la entrevista realizada en la televisión belga, en la que los entrevistadores le propinan bofetadas hasta en la partida de bautismo y se ríen de él en sus narices. Antológico. Puigdemont será en muy poco tiempo un espectro más risible que el de Canterville, de ahí que cada día la suelte más gorda, para no perder notoriedad y comba. Entre sus últimas ocurrencias, decir que teme por su vida, que nunca quiso ser un mesías, pero que acabará siéndolo por aclamación popular, y que en su interior existe una pulsión ácrata y anarcosindicalista. Todo un fantoche que acabará dando conferencias a ultraderechistas a 20 euros la entrada, tal y como ocurrirá los próximos días.

El problema principal, o uno de los que más nos afecta y afectará, ahora mismo, es tener un Gobierno en España presidido por un mediocre capaz de convertir en Doctor Honoris Causa a un diletante intelectual como José Luís Rodríguez Zapatero, que ya es decir. Mientras Pedro Sánchez se ama y se besa en espejo veneciano, vuela de concierto en concierto, y busca fotografiarse con todos los que en el mundo son y cuentan --en Canadá, EEUU y allí donde le den pábulo--, sus ministros se caen al ritmo de uno al día. Todo es tan reciente, tan de rabiosa actualidad, que me parece innecesario tener que explicárselo y robarles precioso tiempo. Dejémoslo en que este es un ejecutivo desastroso, que pretende agotar la legislatura, hasta 2020, y que se aferra al poder apoyado por nacionalistas catalanes, partidos vinculados a ETA y Podemitas ansiosos por ocupar parcelas de poder y manejar todo el presupuesto que sea posible.

De ahí que Sánchez, como las gallinas, no sepa dónde poner el huevo, y nos obsequie, a diario, con una de cal y otra de arena, y que todo su gabinete, incluyendo a la delegada del Gobierno en Cataluña, y a Miquel Iceta, encantador starlette del PSC, lancen globos sonda hablando de piedad, humanidad, fin de prisión preventiva para los golpistas, indultos, o qué bonito es Quebec y qué bien lo solucionaron todo allí.

Sin los votos del nacionalismo catalán --"o me das o te dejo caer"-- no se aprobarán los Presupuestos Generales del Estado, y si a esa circunstancia determinante se une un aumento de la tensión ambiental propiciada desde Cataluña, que venga a sumarse a las meteduras de pata, incompetencia supina y falta de talla política del gabinete presidencial, a Sánchez no le quedará más remedio que convocar elecciones. Personalmente, de seguir así las cosas, dudo mucho de que lleguemos al verano de 2019. Pablo Casado y Albert Rivera no les darán cuartel. Y lo mismo sucederá en Cataluña, con el diletante de Quim Torra, que no legisla, que ya es vilipendiado en la calle por los constitucionalistas --que ya no callan ni callarán--, que no goza de crédito ni entre los suyos, y que no acude a ninguna de las citas económicas y vitales (Corredor Mediterráneo) en las que debería estar presente.

Un año después de esas semanas en que todos vivimos peligrosamente, hemos entrado de lleno en el postprocés. No me pregunten cuánto durará --según Josep Borrell, 20 años, uno arriba o uno abajo--. Dios no lo quiera, porque para entonces más de la mitad estaremos en la UCI. Pero dure lo que dure, será época inestable y turbulenta, no lo duden.