Mucho se ha hablado en los últimos tiempos sobre la vigente ley de educación y sus posteriores reformas, que han modificado los planes de estudio de primaria, secundaria y bachillerato.

Como siempre ocurre, ha habido defensores y detractores del cambio y propuestas varias, algunas interesantes y otras menos, que tanto los primeros como los segundos han considerado necesarias para que nuestra juventud salga lo mejor preparada posible o, al menos, no lo haga como una masa idiotizada y adoctrinada por las nuevas e inmutables verdades que los tiempos actuales han impuesto como dogmas.

Sin duda, la asignatura más criticada ha sido la llamada Educación en Valores Cívicos y Éticos que, según el texto de la ley, tiene por objeto abordar problemas de carácter ético y fomentar el compromiso de los alumnos con valores como la justicia, la paz, la solidaridad, la igualdad de género y el rechazo de la violencia. Además, se tratan materias como la protección del medio ambiente, la empatía hacia los animales y el fomento de un estilo de vida saludable.

Sobre el papel, todo parece magnífico. Una serie de bellos conceptos concatenados que prácticamente ningún ser humano se atrevería a tildar de descabellados. En la práctica, con el tiempo, ya veremos, pues en el texto no se concretaron qué principios éticos son los que deben primar y, sobre todo, qué debe entenderse por justicia, ya que, hasta el momento, nadie ha sido capaz de dar una definición universalmente aceptada. 

En cualquier caso y, dejando a un lado las disquisiciones filosóficas acerca de la noble idea de justicia, es evidente que, en lo que al Derecho se refiere, no es que falte formación, sino que esta es inexistente.

Salvo contadas excepciones, los alumnos de los colegios e institutos no tienen ni la más mínima idea de cuáles son sus derechos y sus obligaciones como ciudadanos. Y cuando reciben sus diplomas y el Estado da por terminada su misión instructiva, salen a la calle pensando que la Constitución es una señora que vive en el bloque de enfrente.

Solo quienes deciden estudiar Derecho conocen el contenido de nuestra Norma Suprema. Los demás, quienes se inclinan por una salida profesional distinta, incluso universitaria, continuarán en la ignorancia sobre las disposiciones legales que regirán su vida. 

Y la culpa no es suya, sino de aquel o de aquellos visionarios que consideraron más importante enseñar a los alumnos de secundaria las virtudes del tofu que sus derechos y obligaciones en democracia.

No es de extrañar que después desconozcan el significado y contenido del derecho a la libertad, en cualquiera de sus manifestaciones, a la igualdad, a la participación política o a la presunción de inocencia. Con todo lo que ello conlleva.

Si en los planes de estudio se introdujera una asignatura que profundizara en estas materias, las limitaciones de derechos fundamentales por parte del Poder Ejecutivo serían más difíciles de implantar, pues los jóvenes recién graduados saldrían a la calle, antes y después del telediario, para denunciar que estos derechos pueden estar convirtiéndose en una suerte de directrices que los poderes públicos, según el día, pueden decidir aplicar o no.

Pero claro, es evidente que no interesa una juventud formada, consciente de su posición en la sociedad y de su fuerza. Si llenan las plazas, pueden conversar entre ellos y crear lazos de amistad, de amor y de hermandad. Algo peligroso.

Es mejor que se queden en casa y jugueteen con el mando de la televisión. Y por supuesto, como están solos y se aburren, se les dirá que la solución está en las redes sociales, en el mundo digital, donde podrán hacer miles de amigos, no ya de su barrio, como hicimos todos hace no mucho tiempo, sino de Papúa Nueva Guinea o de la Patagonia. 

Cuestión distinta son las obligaciones que, junto a los derechos, constituyen los cimientos sobre los que se asienta la convivencia. Unas obligaciones que tenemos todos como ciudadanos que somos y cuyo incumplimiento provocaría que todo, incluidos los derechos, se viniera abajo. 

No más deberes sin derechos, ningún derecho sin deber, decía La Internacional. Ese himno del movimiento obrero que hoy se oye más en los restaurantes que en las fábricas.

Hace tiempo que perdí la cuenta de las leyes de educación aprobadas por el Poder Legislativo desde finales de los años setenta. Han pasado poco más de cuarenta años y la mayoría de nosotros comenzamos el colegio con una y el instituto con otra. De modo que, si el objetivo no era educar, sino crear confusión, lo han conseguido. Y lo han hecho estupendamente.

Hoy, finales de 2024, estamos menos formados y, en consecuencia, somos menos libres.

Pero no importa, esta noche ponen una película buenísima.