Una de las señales que separan a las democracias –basadas en el derecho– de las autocracias (que acostumbran a vestir con un aparatoso teatro legislativo las decisiones personales del correspondiente jefe de escuadra) es que, cuando se convoca una manifestación ciudadana contraria a sus intereses, en lugar de preguntarse por las causas persiguen a los cabecillas.

Se trata de una vieja costumbre intemporal del poder: no importan los motivos que provoquen el descontento social ni su extensión; lo trascendente es impedir que nadie impugne las órdenes del que está al mando. La grave espiral de polarización social desatada por la amnistía –que viene acompañada de una financiación a la carta que rompe el principio constitucional de cohesión territorial– recuerda bastante a los sucesos de 2017 en Cataluña. 

Lo que difiere del momentum actual con respecto a entonces es la interpretación, y por tanto el elogio o la condena, de los actores políticos. Como habrán adivinado, hay intercambio de papeles. Los villanos de ayer son los héroes de hoy, y viceversa. Es una señal de que las instituciones democráticas, más de cuatro décadas después de la Constitución, sometida a un desmontaje de facto mediante la mutación de su espíritu por la vía rápida de las leyes orgánicas, no son ya capaces de hacer su trabajo: garantizar un espacio común de libertad.

La tarea es imposible: difícilmente puede garantizarse la neutralidad institucional si todos los atrios han sido ocupados merced a pactos que, en vez de salvaguardar el interés general, son concebidos como una sucesión de plazas conquistadas. La España de 2023 remite demasiado a la Cataluña de hace seis años, cuando se quebraron derechos constitucionales en un pulso entre soberanías –una de iure; la otra, ficticia– que liquidó el sueño de habitar en un país moderno. 

Nada queda de esto. La crisis inmobiliaria de 2008, que degeneró en colapso financiero antes de convertirse en una calamidad social, puso la lápida a la España del progreso (imperfecto). Desde entonces, nadie cree en lo común –a pesar de la catequesis retórica de las izquierdas– y la mayoría se ha refugiado en el fanatismo tribal, sea regionalista, político o sexual.

El mundo, por supuesto, continúa girando, pero España está atrapada en un remolino tormentoso. La sustancia de la democracia –debate, educación, tolerancia, racionalidad– se ha evaporado. Y resurgen los fantasmas de un pasado que no se ha extinguido porque forma parte de un presente condicionado por la manipulación y la demagogia. 

Las izquierdas no ganaron las elecciones generales. Las derechas no aceptan que carecen de la mayoría para gobernar. El sistema parlamentario está secuestrado en Waterloo por un prófugo de la justicia. El naufragio moral es radical y absoluto. PSOE y Sumar, emulando al independentismo, han abierto la caja de Pandora de un proceso desconstituyente sin contar con el aval popular.

El 23J no se votó ningún cambio de régimen, ni la amnistía, ni un referéndum en Cataluña. Tampoco el resultado electoral, que frustró las aspiraciones íntimas de todos los partidos salvo Junts, faculta a nadie para anular la división (ficticia) de poderes o impedir (eso es la amnistía) la acción de la justicia. Lo que quieren los nacionalistas es la caja común –sin la que no es posible un Estado social– y la impunidad para tots. 

La legislatura, si es que prospera, nacerá muerta. No existe diferencia entre Vox, Junts y ERC: son tres visiones (enfrentadas) del mismo fanatismo. Los socialistas y los comunistas zen de Sumar han reventado las costuras políticas del país al no poner límite ni mesura a su agónica obstinación por gobernar a cualquier coste.

El problema no es que armen una mayoría parlamentaria favorable –una necesidad en cualquier régimen parlamentario normal–, sino que lo hagan con quienes fueron condenados por sedición y malversación y viven instalados en el absolutismo del Antiguo Régimen.

El Parlament, escenario del cainismo entre ERC y Junts, vota este jueves elaborar otra ley para hacer un nuevo referéndum de autodeterminación. Más madera. Fuego y rabia. Quienes prometían desinflamar Cataluña han acabado incendiando el resto de España, extremistas incluidos. Ni concordia política ni reencuentro social. Vamos hacia una España de barras bravas.