La investidura no resuelta del próximo presidente del Gobierno, todavía pendiente del agónico desenlace sobre la composición de la Mesa del Congreso, que pronto dará indicios, aunque no certezas, de si España tendrá que repetir las elecciones o, por el contrario, se encamina hacia una situación política desconstituyente, donde lo que conocemos como el Estado se diluirá de facto en favor de las máscaras del independentismo con la voluntariosa colaboración del socialismo, es un viaje hacia lo desconocido. 

Paradójicamente, quienes estarían llamados a ser los protagonistas de esta singladura estelar –los ciudadanos– están excluidos de la tripulación. En la nave España únicamente se sientan los jefes de unos partidos políticos para los que el sufragio popular se reduce al ritual del reparto de cartas previo a una partida de póker. El juego real depende de sus geometrías, componendas, faroles y alianzas. Tras el 23J, en todo caso, ya no cabe duda: el PSOE, que de su historia sólo conserva el nomen, ha tomado, pensando en intereses particulares –los suyos–, el camino hacia un federalismo asimétrico que nadie ha votado en ningún momento. 

La línea recta, en política, siempre fue una flor extraña. Nuestros próceres disfrutan con los meandros sinuosos del río. Con las esquinas del tablero. De los despachos donde pueden obtener lo que las urnas, limpia y de forma directa, no les han concedido. La milonguita acerca de que nuestro sistema político es parlamentario, y no son los ciudadanos, sino los diputados, quienes eligen al presidente, resulta tan ridícula, por obvia, como los análisis que ya intentan dar carta de legalidad a la amnistía y al referéndum/consulta en Cataluña. Res de res.

¿Acaso han votado los españoles estas dos cosas? No. Huir de Vox no valida al independentismo (insolidario y conservador) que postula la desigualdad como bandera porque Vox y los separatistas son las dos caras de la misma moneda. De ahí que sus exigencias sean inaceptables en términos políticos, por mucho que haya voces (subvencionadas) que intenten hacernos ver la luna del revés. Que la gobernabilidad de España dependa del hombre del maletero, presidente de una república imaginaria que ni él mismo se atrevió a proclamar más de unos pocos nanosegundos, por muchas vueltas que le den los beneficiados de la farsa, no es lo que votaron los ciudadanos. Déjense de cuentos.

La opción menos mala en estos momentos probablemente sea una segunda vuelta electoral, una hipótesis a la que quienes más temen son los que se disfrazan de demócratas. Que la gente vote en una democracia, aunque esté secuestrada por la partitocracia, es inevitable. Pero que nada impida a los partidos políticos, en cuyo seno la democracia es tan orgánica como lo era en el franquismo, manosear a capricho el resultado de las urnas y dirigirlo hacia donde les plazca, no es avanzar. Es regresar de nuevo a la España de la Restauración. 

Básicamente, los jefes de las escuadras parlamentarias, y en especial el Insomne Sánchez, interpretan que los votos son avales vacíos que, igual que el arroz o la pasta, pueden adoptar el sabor que convenga al cocinero como meros soportes de la salsa que convenga. ¿Han votado los españoles un proceso desconstituyente? No. Pero hacia esa meta se dirige, en esta novela de ciencia-ficción, la nave España. Queda así demostrada la desprotección en la que se encuentran los ciudadanos ante sus gobernantes, como ya sucedió en Cataluña, donde quienes vieron violada la legalidad y cuyos derechos fueron conculcados, contemplan cómo la presidencia de su país está en manos de quienes desean desarticularlo.

El espejismo de los padres de la Constitución fue colosal. Entretenidos con los formalismos, no imaginaron –salvo uno– que llegaría el día en el que España dejaría de ser un Estado (autonómico) para convertirse en el juguete (dizque federal) de minorías tribales, entre ellas la canaria, que despunta en este nuevo horizonte, cuya única industria es el chantaje; y de una mayoría (imaginaria) –la socialista– situada en las antípodas de los valores republicanos, que prohíbe a los periodistas hacer preguntas a la puerta de Ferraz, que no respeta el papel de la Corona y que quiere hacernos comulgar con ruedas de molino.