Desde que, en abril de 2011, Núria de Gispert apareció fotografiada en la contra de El País, una extraña maldición se cierne sobre el Parlamento catalán. La entonces presidenta de la cámara posó para el periódico disfrazada de hada madrina, varita en mano incluida. Cuentan las malas lenguas que su intrusismo en la profesión de las buenas hechiceras la hizo merecedora de castigo. Su carácter se agrió y su fe demócrata cristiana dejó paso a una desbocada pasión independentista, no exenta de crueldad verbal. Tras su marcha, el Parlamento catalán fue escenario y protagonista de situaciones políticas difíciles. En él, a lo largo de más de una década, no han faltado las independencias de ocho segundos, los conflictos con los jueces, con el Estado y la Monarquía; tampoco las peleas entre letrados y funcionarios. Para colmo de males, y como traca final, la institución ha tenido que soportar un lío de jubilaciones extrañas y una presidenta lapa llamada Laura Borràs. Ante este panorama convendrán conmigo que el prestigio del Parlament no pasa por su mejor momento; muchos ciudadanos lo percibimos triste, devaluado y anodino. Eso sí, cuando procede, ejerce de plató de televisión para mostrar al mundo como, en un acto de onanismo político, sus actores se aplauden a sí mismos imbuidos de fervor patriótico. Luego nos preguntaremos por qué crecen la abstención y el escepticismo.   

Y en eso aterriza en el parque de la Ciutadella Anna Erra con su currículum vigatà y titulín de vicepresidenta de Junts. No sé si la sustituta de Laura Borràs habrá tenido tiempo de repasar cuáles son las funciones para las que ha sido votada. Según el libro oficial del Parlament –versión del letrado mayor Ismael E. Pitarch— con el que se obsequia a todos los visitantes ilustres, el presidente/a del Parlament “tiene la representación de la cámara (se entiende que de toda ella, sin distinción de ideologías), establece y mantiene el orden de las discusiones y del debate de acuerdo con el reglamento”. Se le supone ecuanimidad y rigor. Una cosa son las legítimas convicciones ideológicas de cada cual y otra la conducta institucional exigible a todo alto cargo institucional del país. Anna Erra yerra de entrada cuando en su toma de posesión reproduce los mantras más trasnochados del procesismo, invoca a Carles Piugdemont e intenta actuar como altavoz de una quimera imposible. Alega en su defensa la gestión que la precede como alcaldesa en la ciudad de Vic, pero todos sabemos que su paso por la alcaldía estuvo jalonado de conflictos con otras fuerzas políticas a las que negó la libertad de expresión y manifestación. Los jueces sentenciaron en su contra afeándole una actitud intolerante y represiva. Su discurso inicial como nueva presidenta del Parlament debilita y deteriora, aún más si cabe, el prestigio de la institución.

¿Valoraciones? Hay quien habla, desde el buenismo, de una vuelta a la normalidad parlamentaria tras meses de interinidad. Craso error, esa supuesta normalidad cae hecha trizas cuando el primer acto institucional de Anna Erra ha sido viajar a Bélgica para postrarse a los pies de un espectro político. No seamos ingenuos, la maldición que envuelve lo que sucede en el hemiciclo del Palau del Parlament persiste, lo contamina todo con una música monocorde. El discurso de la señora Anna Erra es puro continuismo made in Waterloo, obvia la premisa constitucionalista según la cual no hay democracia verdadera al margen de las leyes.