Ha comenzado oficialmente una nueva campaña electoral que, hace tres meses, ya habían empezado oficiosamente unos y otros. La ministra y portavoz del gobierno, Isabel Rodríguez, ha sido multada varias veces por la Junta Electoral Central por hacer campaña antes de tiempo desde su privilegiado púlpito monclovita. Y ahí sigue, ni todavía ha dimitido ni pedido disculpas antes de irse a casa.
Convocadas las elecciones ninguna autoridad municipal o, según el caso, autonómica puede inaugurar un humilladero mariano ni un puesto de helados, salvo que esté dispuesta a pagar la multa correspondiente que, siempre y por exigua, le puede salir mucho más rentable electoralmente. Llegamos, pues, a la primera ola política de calor con candidatos y colaboradores incumpliendo la propia normativa que ellos mismos han elaborado.
Estas prácticas políticas transgresoras alcanzan, por acumulación, temperaturas tan elevadas que podrían poner en duda la misma celebración de los comicios. El escándalo por la participación de asesinos de ETA en listas municipales de Bildu ha recorrido, como una intensa descarga eléctrica, toda la geografía nacional. El enorme calambrazo que ha generado no lo es tanto por el empeño de los ultras vascos en reivindicar pacíficamente su pasado terrorista. La sorpresa ha sido comprobar que las supuestas izquierdas españolas no saben qué es la memoria histórica, a pesar de haber legislado una y otra vez sobre ella.
Desde hace años las izquierdas reaccionarias, como si fueran falangistas en estado puro, insisten en recordar que Franco aún vive, sobre todo entre la oligarquía. El concepto “Régimen del 78” es el principio sobre el que se fundamenta esta visión torticera de la historia más reciente de España, que niega el éxito -relativo o absoluto- de la Transición por la continuidad de cierto franquismo sociológico, político, judicial y económico, aún casi medio siglo después.
Que Franco murió el 20 de noviembre de 1975 es pura información, como diría Rufián -el vocero más contradictorio y estiloso de esa izquierda reaccionaria-. Es un dato inapelable, pero su muerte no supuso la inmediata desaparición de corrientes y facciones fascistas y fascistoides. De hecho, ETA fue una banda de asesinos de ideología totalitaria y práctica genocida, cuyo origen y existencia estuvieron íntimamente unida al franquismo, como oposición nacionalista, pero nunca democrática.
Ni la jefa de Podemos, Irene Montero, ni el histriónico hijo de Lalo, Patxi López, han sido capaces de articular un argumento sensato para calificar la inclusión de asesinos en las listas de su socio Bildu, más allá de la banalidad de que es un grupo democrático, como Vox o Falange que también lo son. Ha habido que esperar al vasco nacionalcatólico Iñigo Urkullu para que se recuerde que una cosa es la legalidad y otra la legitimidad. Sólo cabe decir que si las dos no coinciden es por la manifiesta incapacidad de los políticos para legislar con claridad. Sería conveniente marcar cuáles son los límites de los derechos políticos de aquellos individuos que han asesinado o han intentado destruir la convivencia constitucional del común de la ciudadanía.
Comenzar una campaña electoral con el todo vale es hundir aún más la credibilidad del sistema democrático. La inhabilitación política retroactiva y perpetua --o permanente revisable-- no es ningún disparate, puede ser una medida constructiva que fortalezca nuestra debilitada democracia y, en momentos puntuales, ayude a bajar las altas temperaturas en las sucesivas olas políticas de calor.