El periodismo es una forma pacífica, sin dejar de ser incendiaria, de sembrar el pánico. A eso, y no a ninguna otra cosa distinta, nos dedicamos los que (todavía) tenemos como único oficio escribir en los periódicos, frente a aquellos que aparecen en los medios –muchachos, habitamos en una maravillosa galaxia transmedia donde disfrutamos de la esclavitud del periodismo multitarea– para darse un poco de lustre (imposible) a sí mismos. En efecto: es la inmensa falta de cariño la que puebla las redes sociales. La distinción entre los primeros y los segundos parece nítida: los periodistas ancien régime –que somos los realmente modernos, porque trabajamos a la contra– sabemos reírnos de nosotros mismos. Siempre.

Llevamos años haciéndolo a fuerza de practicar la ruleta rusa de la sinceridad hasta donde tolera nuestra temeridad, que es considerable; los otros, llamémosles nativos digitales, en general funcionan como retrógrados (naturales) dada la exigencia actual de ser correcto y no ofender a nadie. Internet ya no es una república de libertos ni una suma de falansterios. Es una gran red (comercial) donde existe la censura tribal y, para progresar, conviene no importunar a nadie. Extraña manera (imposible, de hecho) de ejercer este viejo oficio de la irreverencia por escrito. Pero, como diría Kurt Vonnegut, “so it goes”.

Por eso reconforta tanto sentirse acompañado. Saber que uno no está solo en la galaxia, por decirlo a lo Bowie. Descubrir (con décadas de retraso) a los grandes referentes abriendo la senda en la que quisiéramos habitar para siempre. Nos ha ocurrido con el fantástico libro que Ramón de España escribió con 24 años para (supuestamente) despedirse del periodismo musical, en el que –por fortuna– ha seguido reincidiendo a través de otros libros y de las series (véase La edad de plástico) que publica en Letra Global, la revista cultural de este diario.

En la cresta de la nueva ola, que así se llama el incunable, regresa a las librerías gracias a una reedición (fina, sobria, indestructible) que la revista musical Efe Eme, en la que Juan Puchades ejerce la dirección editorial, ha hecho de este libro mágico y singularísimo, con el que un joven Ramón de España, igual que Robert Graves, decía adiós a todo eso (la infantería de las revistas de discos) tras cuatro azarosos años de perseguir a sus editores para que le pagaran los artículos, lidiar con pérfidas discográficas que nunca le enviaban los discos, pero que exigían elogios y sumisión, y acudir a conciertos perfumados de hachís, sudor y alcohol de garrafa en los que aquel cronista sonámbulo descubrió a la turba, el otro rostro de su propia generación y, como nos sucede antes o después a todos, se sabe distinto para siempre. Rarito.

Desde ese espacio, indeterminado y fecundo, en el que se contempla el espectáculo de la propia tribu es desde donde Ramón ha construido su obra –más de 30 libros, entre novelas, ensayos, guiones, cómics, traducciones y hasta una película–, cuyo último jalón es Barcelona fantasma (Vegueta). Los años han pasado, pero De España sigue instalado en esa esquina donde la libertad de juicio, el criterio, la finezza, la ironía y la irreverencia tienen su trono.

La primera edición de En la cresta de la nueva ola salió en la editorial Icaria en 1981 con una divertida ilustración de Kim en cubierta. En ella se ve a un grupito de modernos bebiendo estiloso detergente bajo la mirada de un barman. Condensación gráfica de la vanguardia de la Barcelona zelestial de los 80. La cubierta de la edición de Efe Eme –una cazadora rocker– remite a un tiempo perdido, pero sus capítulos, donde Ramón expone su teoría y práctica sobre la fauna y el paisaje musical del momentum, siguen tan frescos, naturales y brillantes como si se hubieran escrito ahora. Una victoria, concebida desde una sabia derrota espiritual, que hace de este libro y de su autor dos clásicos del género. Lo explica Puchades:

“Aquel veinteañero se distinguía de sus contemporáneos por su cuidada prosa, su vasta cultura y una fina ironía británica en connivencia con un mordaz sentido del humor afrancesado. Era una rareza, sin duda, porque en lugar de usar la primera persona como llave de colegueo fumeta o enrollado, De España, en su condición de rara avis, la desarrolló en clave cómplice para comunicarse con el lector. Parecía considerar, agárrense, que sus lectores eran personas, si no cultivadas, sí inteligentes. Asumía que quien se dejaba ciento cincuenta pesetas en el medio donde expresaba sus ideas tenía, pese a su acné, cierto nivel de comprensión lectora (…) Con enorme displicencia disparaba incisivos dardos, a veces crueles y envenenados, con la mayor desenvoltura. En ocasiones con gélida distancia, en otras con esa ironía que podía resultar letal para el receptor. No tenía compasión ni para con sus amigos o conocidos”.

Periodismo inteligente, en suma. Ese eterno arte efímero. Una especie en peligro de extinción. Siempre lo hemos pensado: Ramón de España es superior a Greil Marcus. Te hace pensar sin prescindir de la risa y sin necesidad de darte la chapa. Dice lo que piensa con argumentos imbatibles, aunque no todos se compartan. Así se entiende que, tras pasar por la menesterosa prensa underground y por la industria menestral de los cómics, aceptase, en una pasajera recaída tras su retiro, la coordinación de la revista Vibraciones y durase cinco números. En lo suyo es el puto amo. No hemos leído mejor descripción del negocio musical en la España de los 80, entre las estampas urbanas del Merbeyé y el Turó Park, que el primer capítulo de este libro, donde con un dilecto estilo blasé retrata a los promocioneros, los organizadores de conciertos, los músicos (que no son lo mismo que los artistas), los gacetilleros y al público.

Desde el principio de su gloriosa carrera en la Guía del Ocio de Barcelona, aquel estudiante que iba a la filmoteca mucho más que a clase, aficionado a las tiendas musicales de la calle Tallers, opta por la honestidad –“¿Es que tú vas de Ángel Casas por la vida?”–, mira todo, piensa sin ataduras, analiza, practica una frivolidad senequista y nos regala, además de un perdurable retrato de una ciudad y un tiempo, un libro lleno de sabiduría vital –“soy capaz de discernir entre la revista, es decir la empresa, y yo, es decir, el obrero, con perdón”– y donde, antes que nadie, fija diferencias entre las canciones creadas por diversión y la música que aspira a medirse con el arte contemporáneo. Solo él proclama: “El rey camina desnudo”.

Ramón analiza en este ensayo el fenómeno fan a partir de productos adolescentes como Leif Garrett y Miguel Bosé, huye de la nostalgia de los mediocres, se burla de su querencia por la música hecha con maquinitas, confiesa su amor por Elvis Costello, Bryan Ferry (Roxy Music) y el Ultravox de John Foxx, anticipa la decadencia cultural de Barcelona recién superados los 70, abomina del rock con raíces –sea andaluz, catalán o extremeño–, prefiere quedarse con su tocadiscos a ir al festival de Canet y escribe hasta una contracrónica de sí mismo en un relato –el colofón del libro– con un inequívoco aire noir. “A California o a la ruina”. En la advertencia al lector cuenta que esta es la obra de un chico de 24 años que se creía de vuelta de todo cuando aún no había ido a ninguna parte. En realidad, él llegó antes que todos al sitio exacto: la independencia absoluta. Le pese a quien le pese, incluyendo a sus queridos lazis. That´s the attitude, man. Como dice el gran Puchades: “Un lujo entonces. Dos lujos ahora”.