Robert Graves y el solsticio de invierno
El poeta británico, voluntariamente antimodermo, buscó una salida a la pesadilla de la Ilustración y el Romanticismo y restauró el vínculo sagrado entre hombre y naturaleza
21 diciembre, 2021 00:00“Hay una historia y una historia tan sólo / que te gustará contar algún día”. Uno se puede pasar la vida admirando un poema, recitándoselo mientras pasea o se afeita, sin entenderlo del todo e incluso sin querer comprenderlo en absoluto. A veces, si un poema se explica demasiado, de pronto deja de volver, el hechizo de su conjuro se esfuma y nos deja con las cenizas frías de un significado triste. También es verdad que un gran poema nunca suelta del todo su sentido. La gran poesía, como decía T. S. Eliot, comunica antes de entenderse. Es lo que me ha sucedido durante muchos años con “To Juan at the Winter Solstice” de Robert Graves, un poema que me sé de memoria y que, por muchas razones, me hubiera encantado escribir. Para consolarme de la frustración, al menos he podido traducirlo.
El pasado 18 de diciembre, gracias a la invitación de mi amigo Emilio Manzano, coordinador de un ciclo dedicado a la obra de Robert Graves, pude leer y comentar ese poema en Can Alluny, la casa del poeta en Deià, el pueblo encantado de la sierra de Tramontana en Mallorca. Can Alluny (literalmente “Casa a lo lejos”) es hoy en día un pequeño museo dedicado a la memoria de su dueño. El jardín, con un aire entre inglés y mediterráneo, conserva el espíritu de Beryl, la segunda esposa de Graves, enterrada, como su marido, en el maravilloso cementerio junto a la iglesia y con vistas al mar que llevo visitando desde la adolescencia.
Retrato anónimo de Robert Graves (1920) publicado en The Borzoi
Subir hasta allí para ver la sobria lápida que reza Robert Graves (1895-1985) poeta, escrito a mano sobre el cemento, se convirtió en una tradición que religiosamente observábamos los amigos cada vez que volvíamos a la isla. “For the title of the poet / Comes only with death”. Los verdaderos poetas solo se nombran como tales después de la muerte. No hay nada más ridículo que ver a un poeta tratando de abrirse paso en el mercado de novedades. En vida, los auténticos poetas, como hizo Graves, trabajan para una pequeña comunidad de lectores afines, conocedores de su universo imaginativo y del timbre de su voz. Luego, si esa poesía se ha escrito con la máxima ambición, queda ahí para siempre, trascendiendo los límites de su cenáculo.
Para muchos lectores de mi generación, Graves empezó siendo un mito, luego un autor de novelas históricas iniciáticas –en mi caso El vellocino de oro– y más tarde poeta. Su poesía fue un descubrimiento tardío y difícil. Graves no fue un poeta obligatorio en la modernidad, como lo eran T. S. Eliot, Auden o Wallace Stevens. En una edad en la que uno busca sobre todo radicalidad y ruptura, la poesía de Graves podía resultar poco seductora. Su dicción siempre serena y su transparencia clásica desentonaban con los ritmos vertiginosos, los desacatos y los experimentos del modernism.
Con el tiempo, comprobamos que aquello que interpretábamos como convencionalidad y facilidad no era sino un trabajo a contracorriente de las inercias que venían gobernando la poesía desde el Romanticismo. Graves fue un antimoderno, un exiliado del siglo XX desde que se asomara al Hades en la Primer Guerra Mundial. Herido en la batalla del Somme con apenas veintiún años, el joven poeta fue dado por muerto –la noticia se publicó en el Times y su madre recibió una carta certificando su defunción– y se convirtió, como Odiseo, en un disthanés, en un hombre destinado a experimentar dos muertes.
Toda la generación de Graves fue enviada al exterminio de la guerra de trincheras con cantos patrióticos, creyendo, gracias a la irresponsabilidad de los victorianos, que iban a una batalla de honor para matar dragones a caballo. En su lugar, se encontraron con el infierno de la primera guerra técnica. Fue lo que Wilfred Owen, uno de los tantos poetas soldados de aquella promoción, llamó “la gran mentira” en un poema terrible que acaba denunciando el horror contenido en el verso de Horacio: Dulce et decorum est pro patria mori. (Deberían leerlo todos los nacionalistas). Después de despedirse de su juventud y del mundo urbano en Adiós a todo eso (1929), Graves se fue con Laura Riding a Mallorca. En Deià construyó Can Alluny, la casa que dejaría durante la guerra civil y a la que volvería, ya casado con Beryl, en 1946 para no cambiar de domicilio nunca más. De su primer matrimonio con Nancy Nicholson, Graves tuvo cuatro hijos, de los que vería morir a dos. Con Beryl tendría cuatro más.
Casa de Robert Graves en Mallorca / GÁRGOLA 87
Fue en la etapa central de su vida, entre 1940 y 1960, cuando Graves desplegó una creatividad asombrosa. A la vez que iba construyendo un mundo poético genuino y poderoso, su interés por el mundo clásico, los mitos y las religiones le llevó a escribir La diosa blanca (1948, 1961), uno de los libros más fascinantes e inspiradores que se han escrito en el siglo XX y que debería figurar como lectura obligatoria en una utópica –por fortuna– Escuela de Poetas. Rehuyendo a conciencia el método académico, Graves se propuso completar algunas de las premisas de Sir James Frazer en el pozo sin fondo de La rama dorada (1912, 1915). Para Graves, en la leyenda recurrente del rey sagrado que espera ser ejecutado por su sucesor o que asesina a su predecesor, central en la especulación arborescente de Frazer, lo importante no eran esos reyes que aparecen y desaparecen sino una única y triple diosa, identificada con las tres fases de la Luna, con la que sus vasallos se casaban o de la que habían nacido. Los reyes iban y venían pero la gran diosa permanecía.
A lo largo de años de estudio obsesivo, Graves quiso desenterrar un olvidado culto a la Diosa blanca que habría tenido lugar hacia el final de la época prehistórica, en Europa y Oriente Medio. Más tarde, en esas culturas matriarcales, unos invasores partidarios del patriarcado habrían desposeído a las mujeres de su autoridad para elevar a los hijos y amantes de la Luna a una posición de poder que habría determinado la evolución de Occidente. Además de Frazer, Graves siguió los pasos de otros estudiosos, como J. J. Bachofen y Jane Harrison, la gran helenista, miembro de los ritualistas de Cambridge. Y por supuesto se aprovechó del camino abierto por Nietzsche en su pulso contra Apolo y Platón.
El mundo de Robert Graves / DANIEL ROSELL
La especulación central de La diosa blanca tiene que ver con un misterioso poema galés de la primera mitad del siglo XIV, la Canción de Taliesin, que los filólogos siempre habían dado por incomprensible. Graves descubrió, excitadísimo, que la misteriosa “Batalla de los árboles” de la que hablaba el poema era en realidad una guerra entre dos alfabetos de los druidas celtas que representaban dos formas de conocimiento enfrentadas justo en el momento en que, en la antigua Britania, el culto a la Diosa estaba siendo desalojado por el patriarcado.
Al mismo tiempo que buceaba en el paganismo, Graves también se propuso entender el mundo hebreo. Su intento de desentrañar el gran error de la cultura occidental que explicara su viaje hacia la barbarie le llevó a tratar de comprender qué era realmente el cristianismo, más allá de su adulteración platónica. A su juicio, había que entender la figura de Jesucristo a la luz de las sectas de la época, abriendo un camino que ha sido muy fértil en la segunda mitad del siglo XX. Tanto en la novela Rey Jesús (1946) como en The Nazarene Gospel Restored (1953), el estudio histórico de los evangelios que hizo con Joshua Podro, y más tarde en Los mitos hebreos (1963), escrito en colaboración con Raphael Patai, Graves dibujó su particular mapa de la mitología judeocristiana, entrelazando Atenas y Jerusalén.
En su caso fue el amor a la mujer, entendida como musa transcendente y representante de la magia lunar. “Woman is mortal woman. The Goddess abides”. (“Toda mujer es mortal. La diosa permanece”). “I love, therefore I am”. (“Amo, luego existo”). Si para Heidegger el hombre no podía ser el señor de lo ente sino el pastor del ser, para Graves el hombre debía dejar de hablar consigo mismo y volver la mirada al terror de la luna. No ha habido un poeta amoroso más intenso en todo el siglo XX. Por eso Gabriel Ferrater, ginefílico como él, fue uno de los pocos poetas españoles que le leyó de verdad y supo aprovechar su influencia.
Aunque la mitología gravesiana pueda recordar en principio a ciertos postulados del feminismo actual, en realidad no tiene nada que ver. Para Graves, si la mujer empieza a organizar y mandar, imitando al hombre, se convierte en “personal auxiliar del Estado” y no hace más que contribuir al desastre. (Algo parecido, curiosamente, decía Hannah Arendt). Como reza el título de uno de sus poemas “Man does, Woman is”. El hombre hace y manipula, construye y destruye. La mujer es. Por su condición, está sujeta a la existencia de un modo que el hombre debería volver a atender y venerar. “Magic is entangled in woman’s hair / For the enlightment of man’s pride” (“La magia se entrevera en el cabello de la mujer / para el deslumbramiento del orgullo del hombre”), como dice uno de sus poemas tardíos, dedicado a una de sus últimas musas, las jóvenes de las que, ya septuagenario, se enamoraba como un crío para mantener con vida su culto privado. Muchas de ellas terminaban formando parte de la familia en Deià.
Al final de la charla del otro día, sentados en la terraza de Can Alluny, en uno de esos días del invierno isleño en que la luz es relámpago de escarcha, entre olivos y naranjos, frente a la casa de piedra que custodia la memoria del escritor, acabé leyendo y comentando, frente a un público en el que se sentaba William Graves, albacea e hijo del poeta, “To Juan at the Winter Solstice”. Graves escribió el poema en 1944, para celebrar el nacimiento de su hijo Juan, que vino al mundo un 22 de diciembre, en pleno solsticio de invierno.
La familia aún vivía en Inglaterra y la guerra contra Hitler no había terminado. Con Europa en llamas, Occidente parecía haber colapsado definitivamente. David Graves, uno de los hijos de su primer matrimonio, había muerto en la guerra un año antes. Pero en medio del dolor y la incertidumbre, Graves sacó fuerzas para escribir un poema lleno de afirmación y luminosidad, saludando un inicio. El solsticio de invierno fue siempre para él un espacio dramático esencial. Durante esos días en que la luz llega a su máximo decrecimiento para volver a nacer y encaminarse a la plenitud del verano, metáfora de la vida en la muerte, se producía, en el imaginario mitológico universal, la muerte del rey sagrado en honor de la Luna, la batalla entre el Año Menguante y el Año Creciente que todo poeta debe recordar. Son también los días alciónicos en que el Mediterráneo se calma para que el martín pescador –el kingfisher en inglés– pueda criar en las orillas. Cada año se produce un milagro ante nuestros ojos y aún no nos atrevemos a creerlo. El amor no es sino la vivencia de ese enigma cósmico.
“Hay una historia y una historia tan sólo / que te gustará contar algún día, / ya sea como sabio bardo o niño genial”. A partir de ahí, Graves desgrana toda la mitología que construyó, celebrando en el nacimiento de su hijo y en la resurrección de la luz, el prodigio de la imaginación humana, el laberinto de las metamorfosis. “¿Hablas de árboles, de sus meses y virtudes, / o de extrañas bestias que te acosan, de aves que te graznan el Triple Deseo? ¿O del Zodiaco y cómo gira lento / bajo la Corona Boreal, prisión de todos / los reyes verdaderos que jamás han reinado?”.
La batalla de los árboles, la religión celta, la sabiduría oscura de origen sufí, el cristianismo, todas las transformaciones que ha conocido la pulsión religiosa del hombre aparecen sin esfuerzo, como quien canta una canción de cuna. “Está nevando mucho, el viento brama hondo / el búho ulula desde el saúco, / el miedo en tu alma grita a la copa de amor: / dolor con dolor mientras las llamas crepitan, / el tronco gruñe y confiesa: / hay una historia y una historia tan sólo”. La única historia es la del nacimiento, vida y muerte, siempre la misma y siempre renovada. La diosa hizo al hombre para que hubiera un inicio. “Piensa en su gracia, piensa en su sonrisa / no olvides las flores que el gran jabalí / pisoteó en la estación de la yedra. / Ella tenía la frente clara como la ola crestada, / sus ojos de mar azul eran salvajes / pero nunca prometió nada que no se realizara”.
Este último verso es una andanada maravillosa contra todas las utopías destructivas –religiosas, políticas, científicas– que no han dejado de prometer todo aquello que nunca se ha realizado. Es un verso contra la condena del mito de la salvación. El ciclo lunar y la batalla entre el Año Menguante y el Año Creciente durante el solsticio de invierno esconde todo lo que podemos saber. Los días del alción en la sonrisa de los hijos muertos.
Terminada ya la charla, mientras conversaba con unos amigos, se me acercó una señora inglesa de profundos ojos negros. “I’m Juli Simmons”, se presentó. Me quedé de piedra. Juli Simmons fue la última musa de Graves. Él tenía setenta años y ella diecisiete cuando se conocieron. Con el tiempo, Juli terminó por comprar casa en Deià, a donde regresa siempre en vacaciones con su familia. Siguió visitando y cuidando a Graves hasta el final, cuando el poeta ya había perdido la memoria y volvía a sufrir de la misma neurosis de guerra que había tenido tras sobrevivir a la batalla del Somme. Al despedirla y ver cómo se alejaba, pensé en aquello que le dijo a Graves el poeta galés Alun Lewis, muerto en Birmania en 1944: “El único tema poético es la cuestión de qué sobrevive de las personas amadas”.