Uno de los momentos más gratos del día, y por fortuna sucede como mínimo tres veces cada semana, es cuando el correo electrónico te avisa de que en la bandeja de entrada hay un mensaje del gran Ramón (De España) con uno de sus artículos para Letra Global, anunciado con el grito fraternal –aquí todos somos marineros– de “¡Marchando lo de mañana!”. Al abrir el archivo uno sabe que es un absoluto privilegiado. Y se imagina como un polizón embarcado en El Canto de la Tripulación, la revista underground de Alberto García-Álix. No siempre se tiene la fortuna de ser el segundo lector –¡detrás tuya siempre, bro!– del mejor escritor de periódicos de España.
Da igual sobre lo que escriba: sus piezas son lo más parecido a la reverberación de la felicidad que sentimos ese día, cada vez más lejano, en que escuchamos por vez primera Five Years de David Bowie. Un placer íntimo, seguro y secreto. Nuestra certeza es fruto de la costumbre: somos lectores suyos desde la adolescencia, así que sabemos de antemano que en sus artículos encontraremos el destello incombustible de la inteligencia, un humor (muy serio) que se disfraza de ironía y ese atributo, tan escaso en los periódicos, donde últimamente todo se toma demasiado en serio, que se llama flow. La levedad colosal y milagrosa que hace que te bebas su columna como si fuera un trago del mejor Jameson. Hedonismo instantáneo.
Leer a Ramón, por supuesto, es un placer al alcance de cualquiera, porque la tribu de sus lectores está formada por una legión de solitarios (al estilo Roy Orbison) que disfrutamos con su Manicomio catalán, su guía musical sobre La edad de plástico o su libérrima La vida va en serie. Leerle es volver a escuchar a Dylan diciéndole a su banda aquello de ¡Play it Fucking Loud! la noche en que, desde el auditorio, los dogmáticos del folk le silbaban por haberse pasado al rock. Él nos señala el camino: ¡Que se joda la audiencia! Los artistas, como dejó dicho Bukowski, no le deben nada al público. Se lo deben únicamente al folio en blanco.
La editorial Vegueta acaba de publicar un libro con los cien episodios de su Barcelona fantasma, unas memorias (indirectas) sobre “lugares y personas que ya no existen”, publicadas por entregas en el suplemento cultural de este periódico digital. Es una guía impresionista, con ilustraciones de Sònia Estèvez y un inteligente prólogo de Javier Cercas, sobre esa urbe desdibujada –resucitada de nuevo a través de fantásticas crónicas en primera persona– que existió una vez sobre estos pagos condales entre el tardofranquismo, la Santa Transición y ese espejismo –doble– que fue 1992, cuando España creyó haber alcanzado por fin la condición de país moderno. Entonces fue exactamente cuando se jodió nuestro Perú.
El libro es un cofre de buenos recuerdos, elegantemente aderezado con la dosis justa de nostalgia, que nos conduce por una topografía que conocíamos de oídas y que, gracias al sortilegio que permite hacer tuyo aquello que lees con placer, hemos incorporado, por supuesto sin pedir permiso a nadie, a esa vida que nunca vivimos, pero que nos hubiera encantado vislumbrar. Los clásicos hablaban del genius loci para designar la deidad modesta que beneficiaba –dentro de un orden– a quienes compartían alguna clase de vecindad. A falta de la geográfica, nos queda la vecindad moral, porque los herederos de esa tradición son, como ha escrito Savater, los escritores y artistas que proyectan en los espacios sobre los que escriben eso que Walter Benjamin llamaba el aura. La condición sagrada de lo doméstico.
Hemos sentido justamente esto al releer en su conjunto la Barcelona fantasma de Ramón (De España), donde nos habla de sus heroicos lances en la Sala Zeleste (con su dueño bostezante), los momentos Brian Ferry del selecto Salón Cibeles de la calle Córcega y nos descubre a personajes como Mosén Flavià, insigne autor de su propio obituario, el escritor Francisco Casavella –el retrato (en tres tomas) que contiene el libro es soberbio–, y las criaturas que se reunían en el Bar del Astoria con la ilusión de “estar en el vagón restaurante del Orient Express”, entre las que figuran el novelista Vila-Matas y los periodistas Llàtzer Moix, Sergio Vila-Sanjuán e Ignacio Vidal-Folch, éste último compañero de armas y tebeos de Ramón, que es autor de otro libro excelente sobre Barcelona, hecho con otra serie escrita para los periódicos e ilustrado con las fotos de Txema Salvans: Museo Secreto (Actar).
Es curioso comparar las miradas de ambos sobre Barcelona y descubrir que es cierto lo que decían los sabios antiguos –el ethos es el sendero del destino– y mucho después sancionó el conde de Buffon: “El hombre es el estilo”. Las Barcelonas de Ramón de España e Ignacio Vidal-Folch son simultáneas, divergentes y, en mi opinión, deliciosamente complementarias. Donde el primero habla de personas, instantes y geografías plebeyas, soberbias noches en locales míticos –la discoteca Studio 54, el Bar Hawaii–, se relatan instantes con mitos perdidos –Javier Tomeo, Carmen de Mairena– y se rinde honores a los grandes supervivientes –Pepe Ribas, Jaume Sisa– el segundo deslumbra con su mirada de artista.
Vidal-Folch tiene una crónica, titulada La isla de los muertos, en la que compara el monumento a Jacint Verdaguer, situado en la confluencia entre la Diagonal y el Paseo de Sant Joan, con un lienzo de Arnold Böcklin, el pintor favorito de Hitler. Emulando la técnica de la famosa magdalena de Proust, usa este motivo (prosaico) para levantar una descripción neorrealista sobre la angustia compartida de las tardes estivales en las que, de niño, no terminaba de llegar a casa “nunca, nunca, nunca”, como en el poema de Poe. Y, cuando por fin lo hacía, en vez de sentir la paz del guerrero, descubría “tumbado en el sofá, con los nervios hechos trizas” que deseaba “estar en cualquier otro sitio: eso es llegar”.
La Barcelona de Vidal-Folch es la de un vanguardista finísimo, poético y asombroso. Escribe sobre todo a partir de una selección de lugares, paisajes y escenarios que motivan estupendas variaciones sobre La edad de oro de las porterías, una Vista panorámica del puerto desde Montjuïc, las tardes en el Canódromo de la Meridiana (una delicia turf) o Los ojos del Dr. T.J. Eckleburg, metonimia del cartel del Búho de la Diagonal. Ramón de España, que cita como modelos los libros de Dominick Dunne sobre Los Ángeles, lo hace sobre la sustancia misma de los recuerdos, ese líquido difuso de la memoria.
Vidal-Folch construye sus cuadros con la sensibilidad de un pintor abstracto, mientras que Ramón (de España) traza un mapa personal de fantasmagorías, dentro de una atmósfera muy del estilo de David Lynch, donde es lo extraordinario lo que ilumina lo cotidiano. Su Barcelona nos recuerda al Nueva York de los ochenta del gran Luc Sante y Kill your Darlings. Viviríamos dentro de este libro porque siempre hemos sentido lo que cuenta en su arranque: “It´s another city, not my own”. Con su ciudad espectral nos ocurre lo mismo que a Eusebio Poncela en Arrebato, la película de Iván Zulueta: pasamos horas mirando los cromos de su álbum de recuerdos, imágenes inmóviles a las que el espectador debe dotar de vida con su fascinación. Por eso, de alguna manera, esta Barcelona crepuscular ya es también la nuestra. Y, gracias a este libro, de todos.