Qué tiempos aquellos en los que un diputado podía hacer referencia a la cal viva en el Congreso para atacar a otro partido. Qué tiempos aquellos en los que ese mismo diputado formaba, junto con otros compañeros, un corrillo intimidatorio mientras una de sus compañeras, ya a la sazón pareja sentimental, abroncaba a otro diputado. Qué tiempos aquellos en los que otro insigne diputado, de ademanes y discursos un tanto consonantes con su apellido, exhibía unas esposas en el hemiciclo para expresarle al presidente del Gobierno su deseo de verlo con ellas puestas algún día. Tiempos en los que ese mismo diputado llamó, en una comisión parlamentaria, “ladrón” y “carcelero” a un expresidente del Gobierno y aseguró que la boda de su hija más parecía un cártel que una boda. Como también llamó, en otra comisión parlamentaria, “corrupto”, “gallo”, “lacayo”, “conspirador”, “mamporrero” y “gánster” al exdirector de la Oficina Antifraude de una comunidad. Qué tiempos aquellos, sí, cuando en el Congreso se le podía lanzar un escupitajo a todo un ministro después de que el diputado de apellido consonante con sus ademanes y discursos fuera expulsado. Qué tiempos, asimismo, cuando un grupo abandonaba el hemiciclo al no querer guardar un minuto de silencio por la muerte de una exdiputada y entonces senadora. Eso solo en el Congreso.
Porque fuera de él uno también recuerda aquellos tiempos en que un candidato a la presidencia del Gobierno llamó “indecente” al entonces candidato a la reelección, quien a los pocos días recibió un certero puñetazo en un acto de campaña, para algarabía y jolgorio de las redes: recuerdo a amistades virtuales celebrándolo como si se tratara del gol decisivo en la final de un Mundial. “¡Toma!”, le leí a alguien que presumía de que el odio era el combustible para su conciencia de clase.
Y, por proximidad, qué tiempos aquellos en los que una turbamulta se manifestaba pacíficamente ante una consejería de economía y, pacíficamente, desvalijaba, destrozaba y tuneaba algunos vehículos de un cuerpo de policía; qué tiempos aquellos en los que esa misma turba, alentada por el poder autonómico, se enfrentaba a los cuerpos policiales para obstruir, de nuevo, la acción de la justicia en un referéndum ilegal; tiempos, también, en que los poderes locales ejercían de avanzadilla en el hostigamiento a esos mismos cuerpos policiales, a quienes intentaban expulsar de los hoteles donde se alojaban. Qué tiempos aquellos, sí, qué tiempos. Tiempos que tuvieron su prolongación, y cuya esencia casi impregnaba el mismo aire que respirábamos. Tiempos que nos permitieron contemplar cómo un presidente autonómico —el que años atrás había llamado “bestias carroñeras” a una parte de sus conciudadanos— alentaba a unos comandos de activistas a que siguieran apretando, los mismos comandos que horas después de ser jaleados de aquel modo intentaron asaltar el parlamento de esa comunidad; los mismos comandos que sabotearon carreteras y vías del tren en incontables ocasiones para impedir la libre circulación de ciudadanos; los mismos comandos que, tras la sentencia que condenaba a los anteriores líderes por sedición, incendiaron durante días la capital de la comunidad autónoma, siempre de modo pacífico, y que, también de modo pacífico, dejaron gravemente herido a un policía de 41 años que tuvo que jubilarse a los 42 por las secuelas permanentes que le quedaron.
Y, más en general, qué tiempos aquellos en los que se boicoteaba en la universidad la intervención de según qué políticos e intelectuales, en los que era una provocación hacer campaña en según qué municipios, en los que se podía rodear el Congreso e intentar agredir a los diputados a su salida, aquellos tiempos, sí, no tan lejanos, en los que se podía hacer mofa de la salud mental de una presidenta autonómica jugando con las iniciales de su nombre y apellidos o en los que se podía poner un mote a un alcalde haciendo escarnio de su fisonomía, aquellos tiempos en los que el mismo diputado que esgrimía la cal viva y defendía a su chica en manada en el Congreso decía que el único mérito que podía alegar cierta alcaldesa era “ser esposa de”. Qué tiempos aquellos, sí, qué tiempos. Qué tiempos aquellos en los que no había ni el menor atisbo de violencia política en España.