Desoyendo nuestros desinteresados consejos de que se pusiera al volante de su Porsche y partiese en dirección hacia algún lugar recóndito y agradable, donde pudiese relajarse y preparar bien el juicio que le espera (Una semana muy borrascosa, Crónica Global, 22 de julio 2022), la señora Laura Borràs prefiere sostenella y no enmendalla y seguir clavando ruidosos clavos en su propio ataúd.
Ahora, en el acto público de celebración del quinto aniversario del referéndum del 1 de octubre, su risueña y satisfecha complicidad con los abucheos a Carme Forcadell evidenció, más que crueldad o estupidez, una caída sin freno en el patetismo (“angustia o padecimiento moral grande”). La desnortada carrera de esta señora suscita tanto disgusto como piedad, porque la vemos correr ansiosa a la perdición, exhibiendo permanentemente una sonrisa que a veces se disuelve en un rictus más o menos crispado, en el jaleo de un corro de fieles.
La satisfacción que mostró ante los abucheos a la Forcadell (que, como ella, llegó a presidir el Parlament: dato suficientemente elocuente sobre la categoría de esa institución, sin que haya que recordar además a su predecesora Núria de Gispert) indica que ha perdido ya las formas y el decoro, por más que al descubrir que había cámaras compusiera el semblante. Llegados hasta estos niveles no cuesta ya imaginarla, en alguna de sus próximas comparecencias –sea en el Ateneo, en los balcones del Parlament, en TV3% o donde se le ocurra: quién sabe, la señora Borràs es imprevisible y ubicua— como una activista de Femen, o sea con los pechos al aire pintados con un lema reivindicativo, que en su caso podría ser: “Independència, ja!”, por ejemplo. En Barcelona tenemos que acostumbrarnos a estar preparados para lo peor.
Pero el pasado día 1, al que se ha otorgado carácter de memorial histórico, más acongojaba la víctima de sus risitas, la antes mentada Carme Forcadell. En lo alto del escenario y tras el micrófono, envejecida por ley de vida, pero sin duda también por el sufrimiento de sus años de cárcel (y tal vez por la conciencia del daño causado a la sociedad), conservando, si acaso un poco cascada, la voz taladrante de sus buenos tiempos, clamaba ante los suyos. Los mismos que en días felices la aplaudían y seguían. Ahora les dijo que comprendía su decepción, que compartía esa decepción… pero que… En fin: imploraba comprensión.
Pero el personal, en vez de reconocer en ella a quien ha padecido por los compartidos ideales, la silbaban, la abucheaban, la llamaban botiflera, la execraban. Solo les faltó tirarle tomates y alguna que otra hortaliza. La masa no perdona la derrota y los frustrados vuelven su rencor impotente contra quien más cerca esté, incluso aunque sea quien más les quiere, es una ley psicológica de validez universal.
La tomatina anti-Forcadell fue una injusticia, pues los energúmenos que la acusaban de traidora no han pasado como ella por el calvario de la cautividad, que, merecida o no, automáticamente debería otorgarle, por lo menos ante ellos, un plus de autenticidad o coherencia y de respeto. Pero está visto que los lazis no respetan ni a sus propios capitanes caídos en desgracia.
No nos gustó ver aquello por la tele. En verdad que era un espectáculo patético y demasiado humano o infrahumano. Cambiamos de canal, zapeamos hasta otro donde echaban una de vaqueros. La peli acababa con un duelo en la calle: el pistolero bueno ganaba, el malo mordía el polvo. Mucho mejor que en la vida real.
Luego, volviendo a pensar en la humillada señora Forcadell, nos dieron ganas de recomendarle que no vuelva voluntariamente a someterse a un trance semejante. Que se olvide de una vez de toda esta fantasmagoría tan desdichada y de los efervescentes años perdidos, y que relea atentamente el Cándido de Voltaire, prestando especial atención al consejo final panglosiano: hay que dedicarse a cultivar el propio huerto o jardín.
Aunque, como ella hace –según una foto que en su momento también encendió la ira lazi—, no lo riegue con manguera ni con regadera sino con una urna de plástico chino de aquella jornada fatal.