Los días 6 y 7 de septiembre de 2017, apenas hace cinco años, una buena parte del prestigio que pudiera tener el Parlament y la política catalana se perdió por el desagüe camino de las cloacas. Fue como un mal sueño, entre la pesadilla y la ensoñación, en que los independentistas trataron de construir un andamiaje de impunidad, que no de nueva legalidad, para hacer después lo que quisieran y les viniera en gana. Dos aciagos largos días que convulsionaron Cataluña y España, rompieron definitivamente la convivencia democrática, un atropello con tintes surrealistas porque la actividad de cualquier Parlamento está sujeta a la Constitución, una confrontación entre democracia y autoritarismo.

La verdad es que se me había perdido aquel momento en los cajones del olvido, de no ser porque alguien me lo recordó hace unos días. En realidad, el tiempo no deja de ser una secuencia de sucesos y acontecimientos y han pasado tantas cosas desde entonces que parecemos aquel caballo sin memoria que ya no recuerda cual fue la última valla que saltó, que escribió León Felipe. Alguien definió aquello como un momento de ficción y autoengaño de los propios indepes, un acto contra esa idea suya de contar con una amplia mayoría social, el momento en que se expulsaron del paraíso construido desde la ambigüedad abandonada a trompicones, el pecado original que después dio pie al Estado para actuar aplicando el artículo 155 de la Constitución. Fue un momento excepcional en que el mago acabó creyéndose la realidad de sus trucos aunque hubiera metido el conejo en la chistera unos minutos antes.

Carlos Gardel cantaba hace casi un siglo aquello de que 20 años no es nada. Visto con la distancia, estos cinco años nos parecen una eternidad. La aprobación de las leyes de desconexión, con la ley de referéndum y de transitoriedad jurídica, para caminar hacia la non nata república catalana basculan, con la perspectiva del tiempo, entre la idea de jornadas históricas y de infamia, según la visión desde cada lado. En todo caso, un instante en que los independistas se mostraron decididos a hacer saltar por los aires el sistema parlamentario. Sin duda también una forma de calentar motores para la celebración de una Diada en la que salieron a la calle cientos de miles de manifestantes; poco importa ya cuantos fueran exactamente, que las cifras siempre bailan según quien las facilita: muchos, en todo caso.

Para algunos pudieron ser momentos de orgullo y hasta de gloria transitoria, pero para muchos otros fue simplemente un intento de “golpe blando” que hubo también quien definió como “posmoderno”. En todo caso, dos jornadas de caos interminable, con suspensiones sucesivas del pleno del Parlament y reuniones inacabables de la Mesa y la Junta de Portavoces de la Cámara para aprobar unas medidas que reventaban la legalidad catalana vigente. Al final, según un estudio posterior del CEO, sólo un tercio de los catalanes lo vivieron con “orgullo” e “ilusión” esas jornadas, mientras que casi un 40% expresaba “rabia” o “vergüenza” y más del 60% juzgaba “un error” la estrategia soberanista. Años después, incluso los independentistas parecen preferir olvidar aquello y recordar casi exclusivamente el referéndum del 1-O.

En los anales del Parlament quedarán intervenciones como expresión contundente de defensa de la Cataluña que quedó al margen de aquellos impulsos independentistas, como las de Lluis Rabell y Joan Coscubiela. “No quiero --dijo entonces este último-- que mi hijo viva en un país donde la mayoría tape los derechos de los que no piensen como ella”. Pero también otras de corte bien distinto: Anna Gabriel (CUP), ahora cómodamente instalada en Suiza, llamaba a la “desobediencia institucional” como arma revolucionaria para quebrar al Estado; mientras que la presidenta del Parlament, Carme Forcadell, proclamaba con insistencia machacona que “la democracia está por encima de las leyes y el Parlamento es soberano”, mientras se refugiaba en la idea de que “en un Parlamento se debe poder hablar de todo” como mantra reglamentario para justificar las prisas.

Aquellas fechas fueron quizá también el principio del fin del procés: nada ha ido a mejor para los independentistas desde entonces, por más que hayan continuado sucediéndose los excesos verbales y gestuales. Quizá por ello, faltos de alegrías recientes, celebren ahora con algarabía y algazara la resolución del comité de derechos humanos de la ONU, un organismo externo cuyas conclusiones carecen de carácter vinculante y al que la Generalitat ha regado en los últimos tres años con casi un millón de euros. Ahora, apenas en unos días, se celebrará de nuevo la Diada en un ambiente de luto ilustrado por las camisetas negras lanzadas por la ANC que parecen simbolizar una ceremonia funeraria por lo que entonces soñaban y que solo ha conducido a un ambiente de frustración y atonía. Las pocas banderas que quedan en los balcones están ajadas y descoloridas, mientras apenas se ven ya lazos amarillos. El resultado es que ahora todo hace pensar que Cataluña, y singularmente Barcelona, se parecen sobre todo a La balsa de la Medusa que pintó Théodore Géricault hace dos siglos inspirado por el naufragio de la fragata Medusa.

El mayor de los dramas es que nos hemos habituado a contar por oleadas, sean de Covid o de calor. Pero casi peor que el cambio climático es la sequía neuronal que parece aquejar por doquier. Incapaces de gestionar nada más allá de la estadística, nadie responde a nada, como si las administraciones hubieran desaparecido. Esa sequía mental se ha traducido en una dejación de funciones básicas, limitándose a acompañar al ciudadano con buenas palabras y generando una peligrosa sensación de que no hay solución posible para los muchos males que nos amenazan. O encontramos un proyecto ilusionante o se abandonará todo deseo particular o colectivo de hacer algo. Así es imposible construir un futuro.