Hace unos días, el president de la Generalitat se fue a París, donde por supuesto no lo recibió ni el tato. De hecho, se pudo entrevistar únicamente con la directora general de la Unesco, a ver qué iba a hacer la pobrecita, supongo que en su sueldo va incluido recibir con buena cara a cualquier representante regional de cualquier lugar del mundo, aunque la mujer no sepa ni dónde cae ni tenga ganas de saberlo. Ya que se acercan hasta París, qué menos que hablar un rato con ellos y hacerse unas fotos para que salgan en la prensa, con eso ya están contentos, en la Unesco, otra cosa no, pero son así de buena gente. En el caso del representante catalán, sin embargo, me da que siempre le toca hacerle los honores al último que se ha inventado alguna excusa. En cuanto corre el rumor de que va a llegar en “visita oficial” –así le llama la Generalitat, sin rubor— un representante del Govern catalán, todos los miembros de todos los organismos oficiales que tienen sede en París –que no son pocos— de repente recuerdan que tienen actos impostergables, tías enfermas, reuniones con el profesor de los niños y banquetes de exalumnos de cuando iban al colegio. Actualmente se tiene a los catalanes por tan pelmazos, y con razón, que con tal de no aguantar que, en cualquier acto, del cariz que sea, salgan con sus monsergas de país oprimido, se produce una desbandada. La semana pasada, con ocasión de la visita de Pere Aragonès y la consellera Victòria Alsina, en París se vivió un éxodo, todos los altos cargos, desde directores generales hasta –por si acaso les tocaba— los míseros bedeles, protagonizaron una estampida, aterrorizados, similar a la que tuvo lugar en 1941, cuando llegaban los alemanes. Se conoce que la señora Audrey Azoulay, directora general de la Unesco, debía andar despistada, y en cuanto quiso darse cuenta de que se había quedado sola en París, ya tenía el encargo de recibir a la delegación catalana. No le volverá a ocurrir, la pobre mujer quedó escarmentada.
Es que ni siquiera algún secretario del ayuntamiento parisino se acercó a saludar, probablemente el más cercano se hallaba ya en Normandía, y no paró hasta salir del país, por miedo a que le reclamaran de vuelta a la capital a hacerse cargo de los invitados. No solo ocurre en París. Cuando en cualquier ciudad europea o incluso mundial tienen noticia de que vienen los catalanes, tan pesados y repetitivos ellos, no queda cargo oficial en quilómetros a la redonda. Como mucho, queda alguien que ha ocupado el cargo hace poco, y eso porque los más veteranos le han hecho la novatada de encargarle que reciba al “dignatario” –le llaman así, aguantándose la risa— y le escuche en todas sus quejas, que no son pocas. Cruel destino el de los novatos.
Lo divertido del asunto es la solemnidad con que se comporta Aragonès –o el conseller que sea— en sus viajes, hablando como si de verdad ante él se encontrara alguien a quien le interesara lo que dice. Diríase de su rictus que se cree Kissinger en la asamblea general de la ONU, pobrecito, y no el pelagatos que todo el mundo ve en él. La realidad es que, excepto el corresponsal de turno de TV3, a quien le va el sueldo en ello, no hay en ningún “viaje oficial” del Gobierno catalán, nadie ni medianamente interesado en sus quejas, propuestas, reflexiones o lo que sea que intenta comunicar. Nadie. Cero absoluto.
Miento, ahora leo en la prensa que no fue Audrey Azoulay la única que se quedó en París ante la visita de Aragonès y su consellera. Lo hizo también, y consta en los periódicos que les recibió entusiasmado, Frank Bellivier, delegado ministerial francés de Salud Mental y Psiquiatría. Aunque es de suponer que este lo hizo profesionalmente. No siempre tiene uno la ocasión de examinar de cerca unos casos como estos.