Poco a poco voy recuperando mi vida social: quedar para cenar, tomar una birra, invitar a unos amigos a comer a casa... Planes en petit comité, como a mí me gusta. Para los planes de grupo todavía no estoy preparada, y doy gracias a la pandemia por haberme librado de cenas de cumpleaños multitudinarias, calçotades, barbacoas, presentaciones de libros y otros compromisos varios en los que mis limitadas dotes para socializar con mucha gente de golpe quedaban puestos en evidencia.
Una de las cosas que peor llevo en las fiestas o encuentros de grupo es que, cuando me pongo a hablar con alguien, enseguida quiero poner el fin a la conversación. Los motivos pueden ser varios: que me esté aburriendo, que me esté soltando una chapa, que me entren ganas de hablar con otra persona que merodea por allí cerca y me parece más interesante, o incluso que la conversación me esté gustando demasiado. Da igual, la cuestión es que me entran ganas de cortar la conversación y nunca sé cómo hacerlo sin parecer maleducada o recurrir a la mentira (“disculpa, tengo que ir al baño”, “debería ir a ver si necesitan ayuda en la cocina”, “no recordaba que tengo que telefonear a mi madre, que antes me ha llamado” ...)
¿Por qué me boicoteo de esta forma? ¿Soy rara?, me he preguntado en muchas ocasiones, cuando por fin me he librado de una conversación y me doy cuenta de que a mi alrededor todo el mundo sigue charlando tranquilamente. Lo que no me he llegado a preguntar nunca (arrogante de mí) es si mi último interlocutor estaría también hablando conmigo por compromiso, se estaría aburriendo o estaba deseoso de terminar la conversación, pero no se atrevía. Es decir, ¿y si los dos seguíamos hablando simplemente porque presuponíamos —erróneamente —que el otro quería hacerlo?
Esta duda, en cambio, sí se la llegó a plantear Adam Mastroianni, un joven estudiante de Doctorado de Psicología en Harvard que, junto a otros tres compañeros de la facultad, se ha dedicado a investigar desde un punto de vista científico el fenómeno de la conversación: cómo empieza, cómo se desarrolla, cómo acaba.
“La conversación es un elemento básico de nuestra vida social; interactuar con otros humanos es parte de lo que hace que la vida valga la pena vivir. Cuanto más tiempo empleemos en dudar si “debería quedarme o marcharme”, más dejamos escapar esa alegría fundamental que se desprende de nuestras interacciones con la gente”, explica Mastroianni en una entrevista reciente con The New York Times.
El estudio de Mastroianni, Do conversations end when people want them to? (¿Terminan las conversaciones cuando la gente quiere?), publicado recientemente en la revista científica de la Academia Nacional de Ciencias de los EEUU (PNAS), está basado en una encuesta realizada a cerca de un millar de personas, a las que se les pidieron dos cosas. En primer lugar, que recordaran la conversación más reciente que habían tenido y dieran detalles sobre ella: dónde, con quién, cómo se habían sentido: ¿terminó antes o más tarde de lo deseado, justo cuando querían, se sintieron frustrados o satisfechos? Después les pidieron que imaginaran lo que respondería su interlocutor.
La segunda parte del estudio consistía en traer a un grupo de encuestados al laboratorio y hacerles conversar con alguien nuevo. Una vez terminada la conversación, se les hicieron las mismas preguntas a cada uno, y después se compararon las respuestas.
Algunos de los resultados del estudio fueron muy consistentes: para empezar, la mayoría de los encuestados afirmaba que la conversación no había terminado en el momento que creían que tenía que acabar. Por otro lado, dos terceras partes hubieran preferido que terminase antes y solo el 17 por ciento afirmaba que había acabado cuando querían. Por último, únicamente en un 2% por ciento de las conversaciones ambos interlocutores afirmaban estar satisfechos con el momento en que se terminó.
Los motivos están claros, según Mastroianni. “El primero es que las personas nunca quieren hablar durante la misma cantidad de tiempo, así que es imposible obtener lo que queremos si ambos queremos cosas diferentes. El segundo es que la gente no sabe lo que el otro quiere”, explica a The NYTimes.
Básicamente, lo más fácil sería decirle a alguien a la cara : “Oye, quiero acabar ya la conversación, ¿y tú?”, pero la mayoría optamos por ser bien educados y continuar hablando, así que nos quedamos atrapados en una especie de dilema del prisionero, es decir, seguimos haciendo algo que va en contra del interés de ambos.
Sin embargo, el hecho de que el 98% de las conversaciones terminen cuando uno de los dos se hubiera quedado un ratito más charlando no significa que éste último se sienta rechazado o piense que la conversación ha ido mal. Según Mastroianni, se sienten más como si acabaran de comerse un trozo de una deliciosa tarta de queso y se hubieran comido un trozo más, “pero el que me comí estaba muy bueno, así que estoy contento”.
La conclusión, según el psicólogo de Harvard, es que es mejor abandonar la fiesta deseando todavía un poco de tarta, que habiéndote empachado (lo que explicaría por qué muchas veces boicoteo mis propias conversaciones con personas a las que admiro o de las que estoy enamorada).
El estudio también llega a la conclusión de que resulta mucho más divertido hablar con un desconocido que con un amigo, tu pareja, o un familiar, con quienes tarde o temprano te discutirás. “Cuando hablas con alguien nuevo, te conviertes en la mejor versión de ti mismo, y es divertido interpretar esta version de uno mismo”, concluye Mastroianni.