Lukashenko secuestra un avión en cielo europeo, Rabat lanza a su población sobre la frontera de Ceuta y Puigdemont sigue desafiando la soberanía de España, un Estado miembro de la UE. Los dos primeros asaltan las fronteras de la UE por mar y aire, mientras que el tercero viola su espacio interior. El fino alambre que une el secuestro aéreo, la crisis diplomática y el conflicto catalán se ha hecho visible y se expande como un interrogante. No existe relación directa, pero las concomitancias entre el golpe de mano del presidente de Bielorrusia y la presión unilateral de Marruecos sobre España son un detonante de la débil política común de fronteras. Por su parte, en el espacio interior, la preexistencia del Consell de la República en el exilio es un trágala que no tiene ninguna legitimidad en suelo europeo. Pero mientras la violación del cielo y de la frontera Sur reciben una reprimenda de Bruselas, la existencia de Waterloo se permite, aunque es muy posible que acabe siendo un caso de malversación de caudales públicos.
La seguridad de la UE está en juego y debilita su política exterior, en manos del Alto Representante, Josep Borrell. Madrid, Rabat y el Sahara Occidental forman un triángulo peligroso muy cerca de nuestra frontera sobre el que Washington ha pivotado: primero apoyó al Polisario con un referéndum en el Ayún y desde la crisis de Irak mira amistosamente a Rabat tras recibir el apoyo marroquí, en contra de la opinión pública del país norafricano. En las calles de Tánger y Marrakesh es fácil encontrar vecinos que nos dicen aquello de que “les cambiamos el Sahara por Ceuta y Melilla”. La frontera es un material inflamable, algo que debería preocuparnos seriamente como ciudadanos de la Unión en lugar de enfangar el país discutiendo sobre las medidas de gracia, en sesiones de control de estilo tabernario. El mundo soberanista no dará un paso hasta que se ejecuten los indultos y la pregunta es: ¿qué puede hacer Sánchez si no aplicar la vía política que desbloqueará la situación enquistada ya a lo largo de casi una década? El ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, ha allanado el camino aludiendo a la posibilidad de excarcelar a los condenados por el Supremo, pero manteniendo su inhabilitación. La decisión final la tomará probablemente en verano, pero de momento hay consenso en el Gobierno y el acuerdo abarca también a la modificación del Código Penal para reducir la pena por el delito de sedición.
Hubo indulto para Alfonso Armada después del 23 F; Aznar indultó a Vera y Barrionuevo por el GAL (sí, Aznar) y Rajoy lo hizo también para los responsables del Jak 42. El resentimiento no es una moneda de cambio. Las dramaturgias del poder exigen el perdón incluso para aquellos que no lo piden. Pero la explicación pública de Sánchez es la única vía para que lo entienda la ciudadanía.
La exposición de la arbitrariedad del poder es la mejor forma de publicitar una decisión; así lo hacía Luis XIV en Versalles. Si Sánchez da la cara, derrotará ante la opinión el claroscuro que todavía sostiene a Waterloo. Si el presidente justifica en público la medida de gracia le estará dando de rebote una lección a Rabat, la capital del reino alauita, acostumbrada a tirar la piedra y esconder la mano, como lo hizo en la Marcha Verde del 75 y como lo ha vuelto a repetir en Ceuta, aplicando la redundancia cansina de mover a tu gente para no moverte tú. Además, la medida de gracia de Sánchez puede empujar a Bruselas a la hora de aislar y denunciar al régimen tiránico de Bielorrusia, donde se violan los cielos y se atropellan los derechos humanos del bravísimo periodista, Román Protasévich.
Lukashenko, la frontera marroquí y Waterloo son la trilogía que ocupa ahora la cabeza de Sánchez. Él sabe que el ejercicio del poder es un drama público; digamos que el poder se forja a sí mismo ante los ojos de todos. Así lo resumió detenidamente el antropólogo Clifford Geertz: “Todo poder se encarna en su espectáculo”.