“Estamos siguiendo los acontecimientos que hemos conocido esta mañana, unos acontecimientos que lógicamente son preocupantes, pero ahora mismo desde el Govern no hemos hecho ningún ofrecimiento, no ha habido contactos. Pero seguiremos los acontecimientos para ver cómo evolucionan”.

Es la respuesta, improvisada, atropellada e intencionada de Meritxell Budó, la portavoz del Govern, 24 horas después de que Marruecos lanzara a miles de sus ciudadanos, la mayoría jóvenes, contra la frontera de Ceuta.

Es una pereza intelectual de difícil calificación si tenemos en cuenta que no se trata de una crisis migratoria sino de algo mucho más serio. La falta de sensibilidad de las autoridades catalanas ante el drama humanitario provocado por Rabat no tiene justificación posible, por más que estén por la independencia. Aun y teniendo un Estado propio deberían haberse sentido interpelados por las tremendas imágenes que viajaron por todo el mundo y por esa forma innoble de hacer política.

Pero, además, si hay alguien que no puede ignorar la carga de profundidad que acompañaba al desafío del régimen magrebí son precisamente los gobernantes catalanes, aunque sea por puro egoísmo. En diversas poblaciones de la autonomía se han producido incidentes de orden público por la presencia de menores extranjeros no acompañados.

La provincia de Barcelona fue el escenario del 22% de las detenciones y muertes de yihadistas en España entre 2013 y 2017, pese a que solo albergaba al 17% de la población musulmana. Una desproporción que tenía que ver con el peor atentado perpetrado en Cataluña, el del 17 de agosto de 2017, que costó la vida de 24 personas. (A las 16 víctimas inocentes hemos de añadir los ocho terroristas que fueron abatidos por la policía o que murieron en la explosión de Alcanar, una suma que extrañamente nunca se hace, pero que, al hacerla, la barbarie de las Ramblas supera en muertes a la firmada por ETA en Hipercor 30 años antes y que costó 21 vidas).

Sorprende que la Generalitat adopte esa postura displicente cuando los 10 terroristas de agosto de 2017 que procedían de Ripoll y de Ribes de Freser eran yihadistas marroquíes, nueve de ellos jóvenes, que se habían beneficiado del programa antiexclusión de inmigrantes de la Generalitat, de los que siete habían cursado secundaria y seis habían estudiado o estudiaban formación profesional. Dos de ellos nacidos en España y los otros siete llegados a Cataluña de niños, según los datos recogidos por el Real Instituto Elcano. Todos perfectamente integrados en la Cataluña catalana, según la perspectiva de ese nacionalismo convergente que lo todo lo fía al idioma.

No se trata de demonizar a nadie, en absoluto, sino de recordar algo muy importante que la política catalana ha decidido borrar de su memoria.

Carles Puigdemont, más desinhibido que Budó, vinculó de forma directa la crisis de Ceuta con las colonias españolas en territorio africano. Su único afán es el descrédito del Estado español, pero olvida que era él precisamente su máximo representante en Cataluña cuando se produjo el 17-A, del que los servicios secretos de Estados Unidos habían alertado a los Mossos d'Esquadra dos meses antes.

El lunes pasado una tertuliana de RAC1 lo resumía con mucha más claridad que el prófugo y que la consellera cesante. “Os podéis imaginar lo que me importa a mí la unidad de España”, decía al hablar del asalto a la frontera africana. Un alarde de desprecio de quien está tan cegado por el odio que no ve la escasa distancia que separa a Ripoll de Ceuta.