Por lo que estoy viendo, la nueva normalidad es como la de antes, pero con mascarilla, artefacto que no se sabe muy bien si sirve para algo, pero que resulta una mordaza un pelín agobiante (excepto para los que la llevan por la barbilla, como John Wayne su pañuelo de cowboy, que no sé si también se ponen los calzoncillos con la chorra fuera, aunque todo podría ser). No negaré que la mascarilla --sobre todo con gafas de sol-- es de gran eficacia a la hora de dar esquinazo a atorrantes que no te reconocen. A cambio, puede que tú no reconozcas a alguien con el que te habría gustado intercambiar unas palabras (a ser posible, sin imitar el ejemplo de esas lumbreras que te reconocen, se bajan la mascarilla y te hablan en toda la cara, para compartir contigo sus miasmas).
En cualquier caso, como la mayoría de mis compatriotas, he hecho lo que me han dicho que haga: ponerme la mascarilla para salir a la calle. Ante lo contradictorio de las instrucciones gubernamentales, casi todos los españoles hemos optado por el borreguismo bien entendido, confiando en que los poderes políticos y médicos sepan algo más que nosotros del coronavirus. A fin de cuentas, los primeros en no estar preparados para algo así éramos nosotros, los ciudadanos de a pie. Nos hubiera sorprendido menos un ataque alienígena o un apocalipsis zombi que una plaga como las de la edad media, algo que nos parecía de otra época o de otro lugar (nos gusta creer que estas cosas solo suceden en África, nos da mucha tranquilidad y no nos impide estar convencidos de que las vidas negras importan).
Tras tres meses de soledad, encierro y aburrimiento, detecto ese sentimiento tan español de intentar olvidarse cuanto antes del asunto y tratar de salvar el veranito. Todo lo que no sea la guerra civil, que no la superamos ni a tiros (nunca mejor dicho), somos reacios a recrearnos en el pasado reciente, no vayamos a crear alarma social. Es lo que hace el PNV con los años de ETA y le va muy bien. Tampoco veo muchas prisas en el gobierno nacional o los autonómicos de Madrid y Barcelona por estudiar qué ha pasado con la masacre de ancianos en las residencias: el muerto al hoyo y el vivo al bollo.
Después de parecer que nos iba a tener a todos confinados hasta Navidad, a Quim Torra le han entrado las prisas, se ha pulido la fase 3 de la desescalada en dos días y se ha inventado la represa (reemprender la actividad) para no tener que compartir con el gobierno central ni lo de la nueva normalidad (muy en su línea, toda su actividad contra el virus se ha limitado a esperar a ver qué decían en Madrid para proponer lo contrario). Para no salirnos del caos generalizado ante la pandemia, nos sitúan en la nueva normalidad mientras se producen rebrotes en distintos puntos de España. Supongo que la seguridad total es incompatible con la economía y que hay que ponerse las pilas para tamizar lo que se pueda la ruina que se nos viene encima mientras los ERTE se pagan a tiempo, con retraso o nunca, pues parece que la administración también anda un poco liada.
Por una vez, me he convertido en un español medio y, aunque no entiendo nada de lo que ha sucedido ni de lo que se ha hecho para afrontarlo, tan solo pienso en dejar de preocuparme hasta septiembre, pues de nada sirve ejercer de Pepito Grillo cuando los padres de la patria son los primeros en no saber muy bien qué ha pasado ni qué han hecho al respecto. Una vez abierta la frontera con Francia, tengo asegurada la gorra habitual en las Landas, en la casa de campo con piscina de unos viejos amigos parisinos. Quiero ser como todo el mundo y dejar de amargarme la vida un par de meses. Total, aparte de la ruina inevitable, tampoco sabemos qué será del coronavirus. Unos dicen que habrá rebrotes y que serán peores que lo sufrido hasta ahora. Otros aseguran que el espanto ya ha pasado, pero que no nos confiemos mucho, pues el ébola se muere de ganas de salir de África y darse un garbeo por Europa. Solo sé que no se nada, pero que empieza a hacer calor y dan muchas ganas de tumbarse a la bartola. Llámenme frívolo, pero ante lo que no entiendo solo soy capaz de desesperarme o de pasar de todo. Para una vez que opto por lo segundo, no la tomen conmigo, por favor.