Los lectores de Crónica Global han podido saborear en los últimos días cuatro magníficos artículos a cargo de María Jesús Cañizares, Manel Manchón, José Antonio Sorolla y Carlos Mármol sobre la reacción visceral que ha provocado en el mundo soberanista la propuesta inicial del Gobierno español de desescalar por provincias en lugar de por comunidades autónomas.
Para el nacionalismo catalán, la división territorial que diseñó en 1833 Javier de Burgos sigue siendo odiosa y la provincia una palabra maldita. Jordi Pujol y CiU intentaron erradicar del imaginario de los catalanes la existencia de las cuatro provincias llamándolas “demarcaciones”, aunque hicieran referencia al mismo ámbito territorial. En buena medida, lo han logrado porque desde hace años, no pocos medios de comunicación utilizan eufemismos para evitar decir provincia cuando, por ejemplo, ofrecen datos estadísticos o informan del parte meteorológico.
En la década de los 80, el pujolismo, en su propósito de hacerse con la hegemonía política, lanzó una ofensiva para vaciar de competencias y recursos a las diputaciones provinciales, que mayoritariamente estaban en manos del PSC, mediante unas leyes de organización territorial con las que también se institucionalizaron las comarcas como contrapunto al municipalismo de izquierdas. Fue una operación en paralelo a la supresión de la Corporación Metropolitana de Barcelona. El mundo nacionalista que siempre ha estado alerta ante cualquier posible contrapoder y mantiene una fuerte alergia a la división provincial, aunque paradójicamente le haya ido muy bien votando por provincias, nunca ha demostrado saber cómo debía organizarse internamente Cataluña ni como podía estructurarse eficazmente el autogobierno en el territorio. Todo lo que ha intentado llevar a cabo hasta ahora se ha saldado con un estrepitoso fracaso.
Primero fueron las comarcas, que rápidamente evidenciaron que no servían para descentralizar ni desconcentrar los servicios de la Generalitat. Son unidades territoriales demasiado pequeñas, con pocos recursos técnicos y económicos, cuyo número ha pasado de las 38 iniciales a las 42 actuales. Pues bien, tras el intento fallido de derribar a las diputaciones, una vez que el Tribunal Constitucional recordó que tanto la provincia como su órgano de gobierno no eran competencia autonómica, se entró en un largo paréntesis en el que la Generalitat siguió careciendo de un mapa único en el territorio. Cada consejería tenía un mapa diferente y lo habitual era ver camuflada la división provincial bajo el nombre de demarcación o región, si bien a finales de los 90 se incorporó en las consejerías la especificidad de las Terres de l’Ebre.
El segundo intento llegó hace unos 15 años con la elaboración del nuevo Estatuto de autonomía. Fue entonces cuando se rescataron las veguerías con el argumento historicista de que existían antes de 1714. Mandaba el tripartito de izquierdas y se produjo el parto de los montes. Cataluña pasó a dividirse en veguerías a las que se dio una doble misión. Por un lado, asumían las funciones de las provincias y de las diputaciones como gobiernos intermunicipales para la cooperación local. Y, por otro, se convertían en el espacio para organizar en adelante los servicios de la Generalitat en el territorio. Todo cuadraba siempre y cuando no se intentaran crear más veguerías que provincias, ni más consejos de veguerías que diputaciones, es decir, la operación funcionaba si solo se trataba de un cambio de nombre. El Tribunal Constitucional sentenció que el Parlament no podía alterar los límites provinciales ni determinar la elección o composición de las diputaciones porque era una competencia estatal. Ahora bien, nada impedía que la Generalitat se organizase en veguerías.
En paralelo a la sentencia sobre el Estatuto, el Parlament aprobó la Ley 30/2010 en que establecía la creación de siete veguerías (Alt Pirineu, Aran, Barcelona, Camp de Tarragona, Catalunya Central, Girona, y Terres de l’Ebre). Se fijó un plazo máximo de cuatro años para que la administración autonómica se adecuase a la nueva división. El proceso soberanista pospuso ese propósito, pero no evitó que en febrero 2017 se diera satisfacción a los alcaldes del Penedès para añadir otra veguería, la del Penedès. La república catalana en ciernes nacería así con ocho veguerías, y la Generalitat disponía de tres años para organizar toda su estructura en base a ellas. Pues bien, en medio del debate actual sobre el desconfinamiento por provincias, la alternativa que propone la consejería de Salud no son las citadas veguerías, sino nueve áreas sanitarias, dividiendo la región de Barcelona en tres ámbitos diferenciados que incluye el Penedès dentro del área metropolitana sur, lo cual para los alcaldes nacionalistas de esas comarcas debe ser un bofetón enorme tras haber logrado diferenciarse de la gran Barcelona. Tras siete años de prórroga, la Generalitat incumple sus propias leyes.
Más allá de la idoneidad de desescalar por provincias o por cualquier otra unidad territorial, lo que interesa subrayar es que los nacionalistas no se creen ni sus propios mapas territoriales, que son absolutamente fantasmagóricos. No solo Salud, tampoco la Consejería de Educación funciona por veguerías, sino en base a diez unidades territoriales en las que es muy curioso observar que el Maresme y el Vallès Oriental forman una sola entidad y que las comarcas de Barcelona incluyen L’Hospitalet, Badalona y Santa Coloma de Gramenet pero también todos los municipios del Penedès y Garraf, a excepción de Barcelona ciudad, que funciona mediante un consorcio con el Ayuntamiento. También el Baix Llobregat constituye otra unidad diferente. Si repasáramos la organización de todos los departamentos de la Generalitat veríamos que ni uno solo funciona en base a las ocho veguerías. Tampoco los Mossos, claro está. En definitiva, frente a los mapas fantasmagóricos del nacionalismo, que han llenado Cataluña de tediosos debates y polémicas, el elogio a la provincia tras casi dos siglos de inalterable existencia está más que justificado.