Hay debate, ¡claro!, y es bueno que exista. Nadie, ningún gobierno, tiene la mejor fórmula para salir de este atolladero, en el que, por un lado, se mantiene el riesgo sanitario por la pandemia del coronavirus. Pero por el otro es urgente tomar medidas, incluso atrevidas, para poner en marcha de nuevo el conjunto de la economía. En países descentralizados, y con diferentes niveles administrativos, es todavía más complicado. Y todos ellos lo están pasando mal, desde Bélgica, a Estados Unidos, Canadá o Alemania, donde la cancillera Merkel habló de “orgía innecesaria de discusiones” entre los länder para iniciar la desescalada. Lo diferente en España lo aporta el nacionalismo, y, en particular, el independentismo catalán. 

¿Por qué? La decisión de tomar la provincia –aunque el Gobierno ha señalado que estará abierto a las modificaciones que sean necesarias— como el ámbito territorial más idóneo para la desescalada se ha visto como un atentado al autogobierno, como si fuera la gran ocasión para “recentralizar España”. Nunca el Estado español ha creído en las comunidades autónomas, dicen los supuestos damnificados. Y se llega a la burla, porque se recuerda que es una división administrativa del siglo XIX, en concreto de Javier de Burgos, en 1833. Es una vuelta al pasado, se señala, sin ningún rubor. Y se acusa a Salvador Illa, el ministro de Sanidad, que exhibe cada día una gran fluidez en lengua castellana con acento catalán –no pueden decir lo mismo muchos consejeros del Govern de Quim Torra, ciertamente mermados cuando se expresan en castellano—de ser el ministro de la Loapa, del estado jacobino.

Pero, ¿por qué sucede? ¿Qué hay de verdad en todo ello? El nacionalismo catalán quiere creer que todo sigue igual. Que si hablamos de provincias viajamos en el tiempo a la España eterna, que si toma una decisión el Gobierno de España, entonces toda la periferia y las autonomías deben temblar. Es un relato instalado, y será difícil cambiarlo. Simplemente es más cómodo y fácil no pensar nada, para que los esquemas mentales ya prefijados no sufran ningún contratiempo. Es una forma de vivir.

La provincia, sin embargo, es el ámbito territorial que los propios científicos que asesoran al Ejecutivo de Pedro Sánchez defienden para que la desescalada pueda tener éxito. Lo ha señalado Miguel Hernán, nacido en Madrid (igual ese ese el problema), catedrático de Epidemiología en la Universidad de Harvard (en el extranjero, en puestos de prestigio y con grandes responsabilidades no hay sólo catalanes, como en muchas ocasiones quiere hacer ver el nacionalismo catalán). Hernán, al ser preguntado por la provincia, en una entrevista en El País, lo explica con claridad:

“La decisión sobre la unidad de territorio es bastante compleja. Se deben tener en cuenta dos cosas: deben existir datos diarios para esa unidad y tiene que existir posibilidad de implementación práctica. Existe un consenso en que la comunidad autónoma es demasiado grande y que el área de salud es demasiado pequeña, porque mucha gente se mueve diariamente a través de varias áreas. Muchos de nosotros ni siquiera conocemos la frontera de nuestra área de salud. Algo intermedio pueden ser las provincias, islas, grandes áreas metropolitanas, todo eso parecen elecciones justificables”.

Los gobiernos, a veces se olvida, son los ejecutivos de administraciones con distintas competencias. Es una lección que debe circular en doble sentido, sí, y los excesos que cometa el Gobierno central, pese a una situación tan grave como ésta que ha exigido la declaración del estado de alarma, se deben censurar. Pero el nacionalismo, si fuera consecuente, debería abandonar de una vez esos discursos que sí son del pasado. Las provincias cuentan con las diputaciones, organismos supralocales que reciben importantes fondos del conjunto del Estado. La Diputación de Barcelona es la más importante de todas, teniendo en cuenta que la de Madrid, al ser una comunidad uniprovincial, como otras autonomías, dejó sus competencias en manos del gobierno autonómico. Hasta el 65% de los fondos de esos organismos los aporta la administración general del Estado.

Pero es que hay más. El nacionalismo catalán ama las provincias. Con un amor pasional. Y es que nunca ha querido aprobar, y tiene competencias para ello –casi todas las autonomías lo han hecho—una ley electoral propia. Se rige por la española, la que sirvió para la transición a la democracia, la que Suárez hábilmente supo negociar en beneficio de la UCD, con mayor preponderancia del territorio rural frente a la ciudad. Y así se quedó en Cataluña, con una prima para los partidos nacionalistas, que antes de comenzar el partido ya ganan por un puñado de diputados a favor en Lleida, Girona y Tarragona, en perjuicio de Barcelona y de su área metropolitana.

Si la provincia es algo del siglo XIX –recogida, por cierto, en la Constitución— ¿por qué se mantiene para recoger votos en cada elección autonómica? Y si no se desea la provincia, --es española, es de Javier de Burgos, de 1833— ¿por qué se aceptan los recursos de las diputaciones que también sirven a sus municipios, principalmente los más pequeños, los que son, además, auténticos feudos nacionalistas? Eso lo sabe bien el presidente Quim Torra