A ningún ciudadano catalán se le escapa el hecho de que nuestro MHP Quim Torra trabaja, día tras día --entre glopet i glopet (traguito, chupito) de ratafía--, a brazo partido y como un jabato, a fin de paliar la peor tragedia sanitaria, social y económica de nuestra historia. Cuando nuestro bermejo y orondo vendedor de seguros llegó al poder --por designio del todopoderoso majadero de Waterloo-- lo primero que hizo fue proclamar a los cuatro vientos un hecho incontestable: «Cataluña vive una crisis humanitaria». Muy cierto. Todos recordamos cómo en ese pasado reciente España estrangulaba con mano de hierro a la pequeña república milenaria: «¡España nos roba!», «¡España nos pega!», «¡España nos toca las tetas, nos rompe los dedos y nos soba el culo!». Ahora, desde que el Covid-19 ha irrumpido e interrumpido nuestras vidas, el eslogan que repetir hasta la saciedad es: «¡España nos contamina!».

Hace escasos días Quim Torra, en una comparecencia cuyo único objetivo es el habitual --envenenar oídos y conciencias aventando cizaña generosamente--, efectuaba unas declaraciones ante corresponsales de prensa extranjera. Ni corto ni perezoso, con gesto contrito y tono grave de estadista, espetó: «Después de 37 años hemos perdido la autonomía en el ámbito sanitario, en una época crítica… ¿Pueden imaginar que Alemania decidiera suspender la autoridad de los länders en plena crisis del Coronavirus?». El resto de su argumentario pueden imaginarlo fácilmente: «Los estados pequeños o más descentralizados son los que han dado mejor respuesta a la pandemia». En definitiva, y para no aburrirles en exceso: «España nos recentraliza», «nos han reducido a un mero órgano administrativo», «Cataluña resurgirá tras la crisis como una de las regiones más potentes en el ámbito de la tecnología».  

Estas declaraciones no son casuales. La Administración catalana anunció que sumaba, a las estadísticas oficiales de los estragos causados por el Coronavirus en el Principado, a todos los fallecidos en residencias, geriátricos y domicilios particulares. Hasta ahora solo computaban los fallecidos en hospitales, pero desde los servicios funerarios se venía advirtiendo de que la cifra de muertes superaba las 7.000. Es decir, el doble de lo admitido hasta la fecha.

Que la pérdida de vidas humanas en todo el territorio nacional es muy superior a lo admitido por el Gobierno de España es, efectivamente, un secreto a voces. Muy probablemente el virus nos ha arrebatado, a día de hoy, a más de 35.000 o quizás 40.000 seres queridos. Una tragedia griega. Tal vez algún día lo sabremos a ciencia cierta; ahora mismo es difícil ponderar y precisar con exactitud su magnitud real en medio del caos circundante y los pocos test fiables realizados, porque solo en Madrid la cifra de fallecidos compatible con la sintomatología del Coronavirus es de 11.525 casos, lo que supera, con creces, las cifras que se barajan y ofrecen a diario. Pero que ahora Quim Torra anuncie esos datos de mortandad obedece, no lo duden, a inconfesables intereses, espurios y repugnantes, destinados a exculpar al Govern de responsabilidad alguna ante su obnubilada parroquia. Deben ser, por tanto, interpretados en función de su justo y torvo interés: «Somos más transparentes; somos más efectivos; si Pedro Sánchez hubiera confinado Madrid, como exigimos, no estaríamos como estamos; (ellos, no nosotros) “desescalan” el confinamiento; no nos hacen caso; recentralizan las competencias; nos infectan; morirán muchos más catalanes…»

No esperen, por parte de Torra, ni por parte de Miquel Buch --portero de discoteca, aupado al techo de su fanática incompetencia, y Consejero de Interior del Govern--, Alba Vergès, consejera de Salud, o Meritxell Budó, consejera y portavoz de la Particularidad de Cataluña, ninguna declaración amable, ninguna palabra de agradecimiento, solidaridad, concordia o buena entente ante cualquier demostración solidaria que huela a España. Jamás reconocerán el ingente esfuerzo, sacrificio y entrega de los efectivos de la UME (Unidad Militar de Emergencias) y de la Guardia Civil, que levantaron en tiempo récord hospitales de campaña --Sant Andreu, 140 camas, con el aval técnico de Médicos sin Fronteras; Sabadell, 210 camas--; ni que se dedicaran a fondo a desinfectar centenares de residencias de ancianos por toda Cataluña, trasladando innumerables cadáveres de personas abandonadas a su suerte; ni que sus ingenieros y pontoneros reconstruyeran puentes esenciales en poblaciones desasistidas y aisladas como Montblanc.

No recibieron ni las gracias que se esperan por parte de cualquier bien nacido. Miquel Buch articuló el rechazo y el desprecio a toda esa labor: «Seguro que hay otros territorios del Estado español donde el Ejército puede desplegarse; en Cataluña no nos hace falta...». Y para que el desdén y el rechazo fuera más notorio, la Administración catalana se negó a pagar, siquiera, el alojamiento de todos esos militares en hoteles.

Ni olvido ni perdón. Esa es su infame y sempiterna consigna. La proclaman a los cuatro vientos para los suyos, creyendo que la buena gente de a pie, la de aquí y la del resto de España, aquellos que jamás comulgarán con sus ruedas de molino y mentiras, olvidará y les perdonará su manifiesta vileza y felonía. No, nunca, jamás. Ni olvido ni perdón, miserables.

Así son, o siguen siendo, tristemente, las cosas en Cataluña, incluso en tiempos de cólera y pandemia. Ahora mismo la Consejería de Salud Catalana busca agrupar (aunque el término correcto sería confinar), a los ancianos que muestran síntomas de Covid-19 en geriátricos sin UCI, y Quim Torra aprovecha --mientras busca batas y material sanitario en Amazon o en Alibaba, como se supone debe hacer un buen Pichidén de la Particularitat-- el caos coyuntural para elevar la pensión vitalicia de los expresidentes de la Generalitat a 89.689 euros anuales. Que el futuro debe asegurarse, sobre todo si uno es un inútil de tomo y lomo.

Algún día, aunque ni usted ni yo lo veamos, amigo lector, los historiadores inscribirán todos los nombres citados, y muchos otros, en el «Gran Libro Negro de la Infamia Catalana». Y ninguno de esos nombres merecerá piedad alguna, porque son la peor lepra, el peor de los virus que pueden afectar a una sociedad que se cree avanzada y democrática sin serlo.