Es el ajetreo del alma jadeante frente a la abundancia. El acufeno de un mundo silenciado; el zumbido inmaterial. La perversión de lo real; el aguijón de los bueyes; el hombre que se abalanza y se salta la cola en la panadería de la esquina porque ha visto la última baguette, hecha con aceite de palma, antinomia de la salud. Le aconsejan que hable menos pero él no se calla, pues teme perder incluso la facultad de guardar silencio. Le gusta pertenecer a la adictiva infatuación del mundo, un estado de la conciencia que hiela la sangre de los políticos y los convierte en zombis. Con papel, barro y cañas, está tratando de construirse una jaula para su abominable complicidad con los malos; es un seguidor del anti-cristo confinado en Waterloo. Como todo descanso, se merece un camping-gas y una habitación de fin de semana en un hotel erótico de Bangkok.
Buch es el pim-pam-pum de Torra. A la mínima, los suyos mismos le darán lo suyo. El primero en vapulearle desde dentro ha sido Bernat Dedéu; el nouveau pensador “bajo sospecha”, diría Paul Ricoeur. Dedéu le arreó a Buch por inútil y los de Catalunya Ràdio se lo han sacado de encima; al filósofo claro. El conseller metió la pata tras recibir de Madrid las 1714 mascarillas de supuesta añoranza austracista. Se merece un cameo cómico en L’Esquella de la Torrassa, la comedia musical de Frederic Soler, que fue conocido por el seudónimo de Pitarra. Lo último de Buch ha sido lo de los vigilantes municipales, que operan en 121 poblaciones de Cataluña. Estos le han pedido al conseller que ponga fin a su “abandono y desprotección”, que les dote de una regulación “clara, uniforme y completa”.
El consejero de Interior les agradece su ayuda, les dice que son “indispensables”, pero precisa que no se les puede considerar policías ni un cuerpo de seguridad; subraya que no tienen formación policial porque no han pasado por el Instituto de Seguridad Pública de Cataluña (ISPC). Una respuesta tan improcedente que los mismos maderos del ISPC le han “afeado” el gesto. Buch ataca cuando intuye la vulnerabilidad del otro. Pero en el fondo, se las come todas. Sueña en ser un nuevo Fouché, pero no pasa de chusquero. Cada vez que va al Palau a ver al jefe se cruza con la Portavoz, Meritxell Budó, matrona de cruzado mágico y faltriquera; autodeterminada ella, pero sobre todo, contraria a los nuevos Pactos de la Moncloa. Buch y Budó son tal para cual ¿De dónde han salido estos dos? Tendrán algún postgrado pepero de la Universidad que manchó a la realeza.
Buch se toma muy en serio lo de pasar por serio. Ordena reforzar el cinturón de seguridad que mantiene aislada a la ciudad de Igualada, pero Sanidad salta: “no es competencia suya, es responsabilidad del Gobierno”. Otra en todos los morros. Se traga lo que él considera una nueva dosis de recentralización y esconde el lacrimal detrás de sus falsos quevedos. Es ético porque se considera solidario, aunque no sabría decir con quién. Es un boy scout, que practica la falsa fontanería; un mamífero sin ingenio y con un oficio abyecto. Descansa sobre un lecho de plumas de pavo real para ver si se le pega algo. Si le queda humanidad es porque en casa está salutíferamente dominado por la parienta; todavía no ha descubierto que el matriarcado es la forma natural de convivencia pacífica. Tampoco sabe que es el protagonista de una peli de cine-matrix, que se rueda en su jardín; sin embargo, cree conocer que “c'était à l'ignoble bourgeoisie d'avoir le pouvoir” (Balzac), una patochada gabacha del gusto de Torra, editor ganso y falso político.
Buch es incapaz de separar razón y corazón. Sus compañeros de JxCat le consideran un destructor inculto, que sirve para abrir camino a machetazos. Sin embargo, él siempre quiso ser listo, como Tartufo, el estafador de aquella comedia en versos alejandrinos, escrita por Molière. En cualquier caso salió trasquilado y convertido en la irrisión del pueblo, una especie de Papa Goriot, el perdedor. Desde entonces, engaña y amaga, pero sufre. Mantiene un monólogo melancólico consigo mismo; pretende dejar a los que vienen detrás un cenotafio elegante.
Abarca por completo el Departamento encargado de la seguridad ciudadana de un Govern, que no gestiona el espacio público por definición y que incumple la ley; es el perro del hortelano que les niega a sus inspectores pequeños guiños poéticos ante una población asustada por el coronavirus. Cuando por fin, ve con sus ojos el drama de las residencias de ancianos, se siente devorado por una piedad devastadora. Piensa en aplicar la ingeniería del consenso, pero es demasiado tarde. Se sabe una pieza intercambiable del tablero; más o menos pronto, será fulminado.