Pesimismo, un aire raro, viciado, triste. El gobierno catalán está escribiendo unas páginas muy sombrías estas semanas. Prima a toda costa la voluntad de aparecer, de decir que hay un gobierno, que hay una autonomía, que hay un país, cuyo presidente se permite el lujo de convocar a los medios extranjeros para criticar sin ningún complejo ni vergüenza al Gobierno de todos los ciudadanos de España, o del Estado español –como se especifica una y otra vez desde hace décadas desde TV3. Al margen de la consideración moral, está el hecho de que el nacionalismo siempre olvida que los catalanes, como otros ciudadanos de otras autonomías, tenemos tres niveles de administración, el central, el autonómico y el local. No son dos gobiernos enfrentados, porque el Ejecutivo de coalición que preside Pedro Sánchez es también el gobierno de los catalanes. Se vota en unas elecciones generales para que, en las Cortes, se elija a un gobierno de todos. ¿Cuesta tanto admitir eso?
En una situación como ésta, un gobierno autonómico puede discrepar, claro, y buscar otras alternativas, pero se debe hacer en las reuniones oportunas, en los contactos constantes que se tengan. Si ese fuera el problema, la necesidad de unificar criterios, y mejorar situaciones adversas, el nacionalismo no utilizaría esos canales. Porque el objetivo es otro: es el de sacar la cabeza, el de decir que hay un país que le dice a los periodistas extranjeros que si fuera independiente lo gestionaría todo mejor.
La traición en tiempos de pandemia tiene el nombre de Torra. Y cuesta decirlo, porque la tradición del nacionalismo catalán, a pesar de sus adversarios, que los hay por principios y por convencimiento, no ha actuado siempre así. Ni mucho menos. Ha colaborado, y es, de hecho, coprotagonista de la modernización de España, como bien relatara el maestro Cacho Viu. Por eso para muchos dirigentes que proceden de aquella tradición constructiva, el sentimiento que más prima en ellos en estos momentos es el de vergüenza ajena, por no mencionar otros adjetivos.
El Ministerio de Sanidad, que dirige el catalán Salvador Illa, procedente de esa tradición catalanista constructiva, se ha visto en la obligación de emitir una orden para fijar a las comunidades autónomas un modelo único de notificación para una gestión más eficaz sobre la información de los afectados y fallecidos por el Covid-19. Y lo ha hecho por las "distorsiones" de una comunidad, en una clara alusión a Cataluña. A estas alturas, después de varias semanas, el seguimiento de la famosa curva de la pandemia es más complicado, porque, sin consultar, ajeno a las indicaciones de la OMS, el Gobierno catalán ha decidido contabilizar de otra manera, exigiendo, además, que el Gobierno central y el resto de autonomías haga lo propio. Curiosa alianza la que ha establecido Torra con el PP, que un día sí y otro también, en boca de Pablo Casado, reclama al Gobierno que esclarezca el número real de muertos por el Covid-19.
Es igual que los fines sean distintos. El hecho es que el Gobierno de Torra ha decidido acorralar al Gobierno de Sánchez, con esa especie de tenaza al lado del PP. ¿Por qué? Para existir, porque el nacionalismo ha comenzado a interiorizar dos cuestiones: que no está a la altura de la gestión que se precisa, que tiene un capital humano al frente de la Generalitat muy deficiente; y que su proyecto político independentista no se aguanta por ningún lado.
Puede que los cambios que los expertos auguran a partir de esta pandemia no alcancen la dimensión que dibujan, pero, en todo caso, es evidente que las prioridades serán otras, que una de las peticiones con más apoyos será la de colaborar, la de unir esfuerzos. ¿Tanto le costaba ahora al gobierno de la Generalitat acompañar al Ejecutivo de todos --con las pertinentes críticas en el seno de las reuniones que mantiene-- para proyectar una imagen de máxima entereza para superar una situación tan grave?
De hecho, ese mismo gobierno catalán está anulando la mayor fuerza de la Generalitat en todos estos años: la idea de que el mejor gobierno es el más próximo al ciudadano. Con consejeros y consejeras como Buch, Budó, Vergés o Puigneró, o el propio presidente Torra, ¿para qué sirve realmente la Generalitat?
Atentos todos, porque eso también será objeto de debate cuando todo esto pase: ¿cómo se gestiona, con qué poderes públicos, y cuántos organismos públicos se necesitan. ¿De verdad eso no está en las cabezas de Torra o de Buch?