Estambul, la vieja Constantinopla, renace. En la otra punta de nuestro mar, el mundo urbano ha derrotado al nacional-populismo del presidente Erdogan, un reaccionario de tomo y lomo, al estilo de Orban, Salvini o Puigdemont. La victoria electoral del socialdemócrata Ekrem Imamoglu en la elecciones municipales devuelve la memoria democrática a todo un país; es la segunda derrota consecutiva del nacionalismo musulmán y ya no hay ningún rincón de la bella Anatolia en el que no se evoque con nostalgia la Turquía de Kamal Ataturk, aquel general afrancesado que occidentalizó el país, propulsó una constitución democrática y apostó por el laicismo del Estado (sin prohibir el culto).
La Estambul devastada, como buena capital otomana, posee la rara belleza de las urbes melladas por el tiempo y el abandono; está llena de ruinas, tan amadas por los visitantes como odiadas por los oriundos. Sus mejores enclaves huelen a una mezcla de piedra y aceite reciclado de los vapores que pueblan el Bósforo. Y sin embargo, resulta imposible resistirse a su extraña atracción, descontados por supuesto sus monumentos topicazo, como los jardines de Topkapi, Santa Sofía y la mezquita de Suleymán. El Nobel turco, Orhan Pamuk, sitúa el milagro de lo sencillo en la tradición, el mundo imaginario de cuentistas como Ahmed Rashim (Bedia y la hermosa Eleni) que hablaba con inclemente naturalidad de la adoración al descalabro que muestran los clientes de los baños de Ibrahim Bajá o de las casas de madera incendiadas, que él vio arder tantas veces.
Estambul, la ciudad en la que Gerard de Nerval olvidó la pobreza para abrazar la melancolía, ha derrotado al nacionalismo musulmán representado por Binali Yildirim, candidato del AKP --el partido de Erdogan--. Y del mismo modo, la Barcelona, cuarterada por la centrifugación, hace unos días le dijo ¡No! al nacionalismo excluyente. La urdimbre urbana barcelonesa de hoy mantiene su toque metropolitano, lugar de encuentros consolidado desde mucho antes del cierre del Términus, del Café Luna o del Absenta, altares desaparecidos en las primeras excrecencias del boom inmobiliario.
Al esgrimir con sus votos un ¡No pasarán! al procés, la Barcelona mestiza se ha reivindicado como un todo; no quiere ser utilizada como capital de la república imaginaria que levantan nuestras comarcas del interior, carcomidas por el resentimiento impostado de las élites del independentismo. Quiere, eso sí, “ser co-capital española, frenar la desafección, ser capital del Mediterráneo y referente tecnológico del Sur de Europa, con apuestas como la del supercomputador Mare-Nostrum, un ejemplo que nos marca el camino”, en palabras de Javier Faus, el nuevo presidente del Círculo de Economía, el influyente foro de opinión. Pero atención porque cuando mejor entendemos el futuro más fuerte suena la fanfarria nacionalista, pendiente siempre de un nuevo desacato, como aquellos jóvenes airados del 68 que no se resignaban al marxismo, ni al trotskismo, que celebraban misas negras con los símbolos de Che Guevara o simplemente se pasaban al dadaísmo, una vanguardia inescrutable.
En Estambul, escaparate del islamismo político, donde se concentra un tercio del PIB turco, la victoria socialdemócrata levantará alfombras y revisará grandes proyectos. Especialmente el Gran Estambul, una construcción mastodóntica destinada a modificar la cultura del Bósforo, el socorrido puente entre Oriente y Occidente, cuya fiscalización cambia de manos. El nacionalismo es una ideología religiosa; dogmática, pánica y totalizadora. Da lo mismo que toquen maitines o que nos despierte la alta voz del muecín. Su imagen amarga –aquí, pegada al dolor de la cruz, y allí, en el mundo de la media luna, nacida del Profeta- quiere ser superior a la vida misma.
En el caso español, la amargura en la que nos quieren sumir los contrarios al Régimen del 78 no es el fruto de una carencia, sino su verdadero motivo. La amargura paraliza a la nación y los soberanistas la utilizan para provocar esta parálisis. El discurso adocenado y silvestre del radicalismo monjil de nuestros días se esconde detrás de un supuesto interés superior. El president Quim Torra lo practica en las recepciones de capillita y birrete que realiza en la antesala de su despacho en el Palau, tresillo de la conspiración y las indulgencias, similares a las que inquirían los monjes de Montserrat (ellos con cultura teológica, claro) en los años del Massa Gran y el Patufet.
La ciudadanía en nuestras calles no bajará los brazos por más lazos amarillos que cuelgue la muchachada de Comuns en los balcones de la Casa de la Ciutat. Por eso ha sido tan importante ganar para Barcelona la repetición de la dudosa Ada Colau frente al despropósito de Ernest, a punto de convertirse en Atila, el Uno. Las causas sociales, culturales, deportivas y especialmente económicas de la ciudad más abierta del Mediterráneo están en juego. Nos conciernen por mucho que, algún día, nos hayan impactado los tranvías de Alejandría, la mirada de Toscana o las brumas del Tirreno, sobre Taormina.
Huir no vale, ni en verano. Una Barcelona fuerte nos devolverá la paz ante el cainismo de la política española, peleada a la derecha, por donde la foto de Colón contamina al partido alfa del Rivera; rota a la izquierda, a causa de las exigencia de Iglesias y enfebrecido en Cataluña por el desagradable liderazgo de ERC o la cohabitación imposible entre Puigdemont y Artur Mas. Incapaz de encontrar una morfología para la nueva Lliga Democrática, a este último solo le queda el pasado: Ceo de la antigua Typel de los Prenafeta, delfín de Pujol, president del desasosiego, expulsado del Eden por la CUP y eterna promesa final, al estilo de un día volveré.
Las villas mutantes de Estambul y sus célebres asesinos pueden ser analogías de la entraña del Raval barcelonés, que deslumbró a Bataille. Hoy, el espacio público ha desaparecido. A causa de los entreactos y el tráfico urbano, es difícil hacer política sin perder el swing ni la silueta que lo sustenta.