Una de las tradiciones más extendidas de la autodenominada izquierda alternativa --aquella que, por contraste con la izquierda de salón, aspira a pisar las mullidas alfombras que cubren el pavimento de los palacios pero todavía no ha conseguido pasar de las caballerizas-- consiste en cambiarle el nombre a todas las cosas.
Piensan que así transforman la realidad. Confunden el hecho --indudable-- de que el lenguaje configure nuestro pensamiento con el poder de moldear la verdad por el procedimiento de alterar a capricho su denominación. Toda su filosofía --no cuesta nada ser piadosos-- se resume en la simpleza: están convencidos de que si modificamos arbitrariamente el significado de los referentes cambiaremos la realidad, que en el fondo no es sino una convención social de carácter reversible. Estamos, pues, ante una patología posmoderna.
La realidad, igual que el tiempo, que ni se detiene ni tropieza, como escribió Quevedo, no cambia porque se la denomine de una u otra manera. Al contrario: la génesis de cualquier cambio social comienza con la aceptación de la evidencia, no con la creación de una caricatura más amable. Resulta bastante fácil reconocer a los cofrades de este buenismo: hablan en femenino en vez de en genérico --es su forma de reivindicar el feminismo--, tildan a todo el mundo de "fascista" --salvo a los antifascistas, que son tan totalitarios como aquellos a los que aseguran combatir--, ven "violencia" por todos sitios y usan el verbo "empoderar", además de reivindicar unos "valores republicanos" (a la carta) que no conocen ni por el forro. Últimamente les ha dado por blanquear --otro término que adoran-- el independentismo, que continúa denominando "emigrantes" a los ciudadanos españoles que se instalan en Cataluña procedentes de otras regiones del país, exactamente igual que en los años 50 y 60 hacían los nacionalistas viejos.
En Barcelona han organizado estos días un Festival Txarnego (la grafía es provocativa) con el que quieren convencer para su causa a los descendientes de aquellos españoles --ellos los llaman murcianos, andaluces y castellanos-- que un día utilizaron sus pies para trasladarse de sitio, como si moverse por el mundo (y aún más, por tu propio país) fuera una anomalía, en lugar de un fenómeno universal que acontece desde el origen de los tiempos. Según los organizadores de este evento, comisariado por Brigitte Vasallo, que se define a sí misma como "escritora y activista txarnega, feminista y teórica del poliamor", estos catalanes por destino o por elección --uno puede ser perfectamente el señor de su pobreza-- han soñado durante generaciones con retornar a sus lugares de origen pero, al permanecer en Cataluña, terminaron creando una subcultura digna de celebración siempre y cuando asuma la religión del soberanismo y se convierta en conversa al modo Rufián.
Dylan resumió muy bien este problema en unos versos: "Trato lo mejor que puedo de ser yo mismo, pero todo el mundo quiere que sea como ellos". Charnego es un término despectivo utilizado por el nacionalismo para designar a quienes no pertenecen a su círculo familiar y de amistades, que todavía confunden con la totalidad de Cataluña. Los organizadores del Festival de la Cultura Txarnega, cuyos actos se enmarcan dentro del programa de la Primavera Republicana, sostienen, queriéndonos hacer pasar por milagro lo que es escabeche, que esta denominación llena de odio nunca tuvo un autor conocido y que debe entenderse en sentido positivo, "aunque la migración se herede", como ha afirmado Vasallo.
¿La migración se hereda? ¿Los hijos no están libres del pecado de sus padres? Curiosa forma de ser de izquierdas. De este planteamiento se deduce que en Cataluña hay quien todavía cree que emigrar es una mancha social que se arrastra de una generación a otra. Una minusvalía que conviene exorcizar por la vía sentimental, tan querida por el universo indepe para disfrazar sus aspiraciones materialistas, que buscan quedarse con lo que es de todos con la coartada de que les pertenece a ellos porque son diferentes.
La idea sobre la que se ha montado este festival es un simulacro: el adjetivo charnego condensa todos los prejuicios históricos que el nacionalismo ha proyectado sobre los que considera inferiores. Volver del revés el diccionario para instrumentalizar estos sentimientos individuales y alimentar la propaganda soberanista, que continúa diferenciando a los españoles por su lugar de origen, es una nueva milonga del nacionalismo integrador, ese oxímoron. Cataluña ha sido históricamente un territorio culturalmente mestizo, pero ni mucho menos idílico en términos de integración social. Está muy bien que la gente se sienta orgullosa de sus raíces y muestre, si gusta, las lágrimas de la nostalgia que tanto apasionan a los nacionalistas. Pero no deja de ser la celebración de algo involuntario.
Nadie elige donde nace, pero sí podemos decidir el lugar hacia el que cada uno quiere dirigirse o donde uno desea estar. Hacerlo es ejercer la libertad. Y su práctica no debería depender ni de las etiquetas supremacistas ni del permiso de los guardianes de la catalanidad que, exactamente igual que los curas, disfrutan pasándole a uno la mano por el lomo para explicarle que, gracias a su generosidad, puede "integrarse" si se traga las ruedas de molino de la Iglesia Amarilla. Lo que ellos llaman “txarnegos catalanes” son apátridas que han elegido con quién y dónde prefieren estar. Sin que importe el lugar de partida, sino el de llegada. Integrarse no es convertirse en un neonacionalista. Consiste en sustituir la patria por la razón. Así de simple.