El mercado inmobiliario torna a estar eufórico. Sus precios crecen sin prisa pero sin pausa desde comienzos de 2015. Todavía están lejos de las cotas máximas que escalaron ocho años atrás. Pero ya rozan cumbres históricas en determinadas zonas de Madrid y Barcelona.
Durante la pasada fase de esplendor, las tarifas se movieron al alza sin interrupción durante diez años, hasta finales de 2007. En dicho periodo, el coste medio del metro cuadrado en España se disparó de menos de 800 euros a 2.048 euros.
Como es lógico, no todas las ciudades registran los mismos niveles. La capital del Reino y la Ciudad Condal, junto con sus respectivas coronas, acaparan el podio. La ascensión que acontece a la sazón es tan vertiginosa, que origina situaciones inverosímiles. Así, ciertos pisos ubicados en una ciudad de clases trabajadoras como Hospitalet de Llobregat, se acercan a cifras similares a las vigentes en París.
Desde el pinchazo de la burbuja, el sector atravesó una larga fase recesiva que se prolongó hasta el primer trimestre de 2015. Los cadáveres empresariales poblaron la piel de toro. Los ciudadanos arruinados y endeudados de por vida constituyeron una legión interminable.
El precio del metro cuadrado se derrumbó y cayó prácticamente a la mitad, hasta 1.197 euros. Pero ya se sabe que los seres humanos son los únicos animales que tropiezan dos veces en la misma piedra.
Tarde o temprano el sector volverá a vivir otra crisis, quien sabe si mayúscula, los activos perderán valor y se necesitará el transcurso de muchas temporadas hasta recuperar la senda de la expansión.
Nadie sabe en estos momentos cuándo se producirá el estallido. Por si las moscas, sé de algún multimillonario que ha dado instrucciones a sus banqueros para que vendan el grueso de sus inversiones y eleven el líquido disponible al máximo.
El negocio del totxo, como cualquier otro, alterna ciclos positivos y negativos. En las cuatro últimas décadas ha habido tres grandes recesiones. La primera, a mediados de los años setenta, a raíz del desplome petrolero. La segunda, a comienzos de los 90, cuando hubo que digerir la onerosa factura de los fastos olímpicos de Barcelona y los derroches exorbitantes de la Expo sevillana. La tercera es la que transcurre de 2008 a 2015.
Esta última fase depresiva es de tal envergadura y tan intensa que se lleva por delante a las seculares cajas de ahorros. Es de recordar el pequeño detalle de que las cajas más dañadas y las que más volumen de recursos costaron a los contribuyentes son precisamente las que más denso cupo de políticos albergaban en su cúpula. Tal es el caso de Caixa Catalunya, Caja Madrid-Bankia y Caja de Ahorros del Mediterráneo. El ladrillazo también hundió de forma definitiva al Popular, antaño uno los bancos más eficientes de Europa.
Los bancos escapan ahora en tromba del sector. En el intervalo 2014-2017, se han desprendido de activos inmobiliarios por valor de 100.000 millones. Este año, para redondear la liquidación de existencias, se desharán de otros 50.000 millones.
Caixabank es el último que se suma a la moda con fruición. Hace pocos días traspasó 12.800 millones, equivalentes al 80% de la montaña de ladrillos que almacenaba su balance. Próximamente se prevé que Banco Sabadell y Sareb hagan lo mismo.
Quién sabe si esta tocata y fuga de los señores de la pasta es una señal de advertencia o, por el contrario, quedan aún algunos años de alegría. En todo caso, la reciente crisis ha puesto de relieve, una vez más, aquella vieja máxima de que no conviene estirar más el brazo que la manga. Mucho menos aún, asumir costes financieros desmedidos, en la confianza de que la posible revalorización de los bienes permitirá soportarlos con holgura. De momento, sigue la fiesta y el jolgorio. Veremos hasta cuándo.